Veintiséis veces hemos visto el mismo escenario en el que la especie humana intenta resolver la mayor amenaza sobre su existencia, representada por la crisis climática, que no es sino la acumulación de agresiones a la naturaleza que han terminado en un desequilibrio global. El drama lo representan tres actores principales. Por un lado, la comunidad de científicos agrupados para realizar diagnósticos sobre el planeta (el IPCC o Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático, el IGBP o Programa Internacional Geosfera Biosfera y otros), quienes proporcionan análisis lo más objetivos posibles sobre la situación del planeta, bajo una modalidad innovadora. Se trata de una ciencia independiente, interdisciplinaria y colectiva con la capacidad para concertar y consensuar miles de datos entre miles de investigadores provenientes de diferentes países, disciplinas e instituciones, y de hacerlos accesibles a un público amplio. Sus aportes no son para menos.
Cada reporte sobre el estado del clima equivale a una sinfonía, un concierto que surge de la integración de aportes individuales e institucionales. Esta comunidad científica ha estado ofreciendo panoramas muy detallados, por desgracia revelando una situación cada vez más preocupante tal y como lo señaló el sexto informe del IPCC publicado en agosto pasado. Los segundos actores están representados por el Estado y el capital que se hacen presentes en las cumbres climáticas a través de las representaciones gubernamentales y de los cabilderos provenientes de las corporaciones. Finalmente, la sociedad se hace presente, dentro o fuera de las cumbres, mediante las organizaciones civiles de todo tipo (ambientalistas, indígenas, campesinas, de trabajadores, mujeres, jóvenes, etcétera).
La COP26 fue de nuevo una pasarela por la que desfilaron 120 jefes de estado y cuyo mayor contingente fueron los más de 500 cabilderos de las gigantescas corporaciones petroleras, gaseras, mineras, automotrices, alimentarias, biotecnológicas, etcétera, presentes para defender sus intereses, y durante la cual, otra vez, se abordaron de manera vaga y general los mayores aspectos de la crisis climática y se hicieron acuerdos y compromisos siempre hacia el futuro, ignorando la urgencia de llevar a cabo acciones inmediatas. El acuerdo final fue un documento que no responde a lo que está sucediendo y sucederá a corto plazo, y cuyos mayores avances, festejados por los medios, son el haber logrado señalar por vez primera el carbón y los combustibles fósiles como causantes del problema. Lo que es una evidencia científica ampliamente demostrada constituye una herejía en el discurso de los diplomáticos y políticos. Tal es la fuerza del capital corporativo. Entre los acuerdos tomados destacó el consensuado contra la deforestación. Pero, de nuevo, ni una sola palabra sobre las causas que la provocan: la ganadería intensiva, la palma de aceite, el café, el cacao, etcétera, y especialmente los 180 millones de hectáreas de monocultivos transgénicos (una superficie casi igual al territorio de México) de soya, maíz, algodón, puntualmente rociados con glifosato.
La gran novedad es que se dio un salto en la presencia, actuación y proyección de los actores sociales. Esta vez se logró un poderoso frente común: la Coalición COP26 que realizó asambleas, eventos, acciones y especialmente una enorme manifestación con 150 mil en Glasgow y en otras 200 ciudades (con 400 mil manifestantes en Londres). En la propia cumbre destacaron la iniciativa para que la Corte Penal Internacional declare el ecocidio como un acto criminal, una acción promovida por Stop Ecocidio Internacional () y la presencia de los pueblos indígenas, especialmente los del continente americano (ver: La protección de la madre tierra: la custodia sagrada y la ley del ecocidio: ).
Cada vez resulta más difícil ocultar que los fracasos de las cumbres climáticas provienen de la enorme presión que ejerce el capital corporativo sobre los gobiernos y las organizaciones internacionales, y que cada bloqueo a las medidas que se requieren aplicar surgen de esos intereses. Cada cumbre climática pone de relieve la contradicción irresoluble entre ecología y capital.