Después del experimento piloto del 11 de julio pasado y tras varios meses de una millonaria preparación intensiva, los servicios de inteligencia y varias agencias de Estados Unidos han definido este 15 de noviembre como el nuevo “Día D” para intentar provocar un estallido social en la isla, que derive en el derrocamiento del gobierno constitucional y legítimo de Miguel Díaz-Canel, la destrucción de la revolución socialista cubana y la restauración de un capitalismo neocolonial mafioso en clave neoliberal.
La fecha elegida para el nuevo intento provocador subversivo coincide con el reinicio del ciclo escolar en la isla tras la pandemia y la apertura en una escala masiva de los vuelos internacionales, que, vía la industria turística, permitirán reactivar la economía cubana.
Víctima del trastorno obsesivo compulsivo que afectó a 12 sucesivos inquilinos en la Casa Blanca desde el triunfo de los barbudos de la Sierra Maestra en 1959 (Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo, Obama y Trump), y luego de un criminal bloqueo económico-comercial-financiero de más de 60 años y de la aplicación de las 243 nuevas sanciones impuestas por su antecesor, el gobierno de Joe Biden cree que es momento de que fructifique la política de “cambio de régimen” en la isla, socorrido eufemismo encubridor de una intervención directa de una potencia extranjera.
Como denunció la semana pasada ante el cuerpo diplomático acreditado en La Habana el canciller Bruno Rodríguez, con el fin de favorecer sus objetivos de dominación y hegemonía, Washington intenta presentar a Cuba como un “Estado fallido”, viejo señuelo para justificar una intervención militar humanitaria. Pero para ello, antes necesita crear un clima de desestabilización, caos y violencia. Con tal fin, valiéndose de agentes internos reclutados, entrenados, financiados, organizados, apoyados logísticamente e incluso a veces transportados en vehículos diplomáticos de la embajada de EU en La Habana, se ha convocado a una “marcha pacífica” para este día 15, según el guion de los llamados golpes blandos o “revoluciones de colores”.
Las revoluciones de colores en Serbia, Ucrania y Georgia a comienzos del siglo XXI introdujeron las nuevas tácticas utilizadas por la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (Usaid, por sus siglas en inglés), la Fundación Nacional para la Democracia (NED), el Instituto Republicano Internacional (IRI), el Instituto Demócrata Nacional (NDI), el Instituto para una Sociedad Abierta, de George Soros, y Freedom House, entre otros, para penetrar, infiltrar y generar subversión en la sociedad civil, a través de un movimiento de oposición capaz de desestabilizar o derrocar a un gobierno considerado “enemigo”.
El golpe blando se basa en la guerra no convencional (o irregular) y se ejecuta de manera clandestina a partir de tácticas indirectas y asimétricas que buscan debilitar y destruir el poder, la influencia y la voluntad del adversario, con eje en actividades de inteligencia, reconocimiento, espionaje y operaciones sicológicas, y utilizando fuerzas especiales encubiertas, contratistas privados, mercenarios y agentes internos, que calificarían como agentes extranjeros, según las leyes de Estados Unidos, y cuya misión es subvertir y violar las regulaciones diplomáticas del país objetivo. El tradicional cinismo, la hipocresía y el doble rasero de Washington.
Como dijo el canciller Rodríguez, no hay acciones autóctonas de desestabilización en Cuba, sino individuos reclutados por la CIA y el Pentágono y financiados por las agencias de Washington (Usaid, NET, IRI, NDI, etcétera), que actúan como operadores o agentes extranjeros que alientan en sectores de la población violencia de vandalismo para alterar la paz interna y generar represión.
Para ello se usa una muy poderosa maquinaria comunicacional oligopólica, particularmente digital (Facebook y Twitter, por ejemplo), que intenta construir desde la irrealidad y la mentira ( fake news o bulos seudoperiodísticos), un escenario virtual con la esperanza de convertirlo en una verdad inexistente en Cuba.
Con apoyo de la industria de la contrarrevolución anticastrista de la gusanería de Miami –que de manera desaforada pide una intervención militar de EU y la OTAN en la isla− y de senadores y representantes demócratas y republicanos afines (entre ellos, Mario Díaz-Balart, María Salazar, Albio Sires y Debbie Wasserman), esa y otras plataformas privadas −a las que se suman las cadenas corporativas de difusión masiva hegemónicas (televisión, radio y prensa escrita)−, alterando algoritmos y mecanismos de geolocalización (como ocurrió en los sucesos del 11 de julio pasado), utilizan prácticas comunicacionales típicas de escenarios de polarización extrema y máxima toxicidad, que no sólo alientan mensajes de odio, división y discriminación, incluso racial, sino que incitan a la violencia y al delito.
En la coyuntura, dichas acciones han sido alentadas públicamente por el asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan y el secretario de Estado, Antony Blinken. Sólo en septiembre de 2021, la Usaid, vieja tapadera de la CIA, asignó un paquete de 6 millones de dólares para la guerra de espectro completo contra Cuba, a 12 organizaciones anticastristas que operan en la Florida, Washington, Madrid y México.
Bruno Rodríguez denunció la existencia de amenazas violentas contra embajadas cubanas (serían las misiones en Madrid, Buenos Aires, Montevideo y Ciudad de México) y contra corresponsales de la prensa extranjera acreditados en La Habana. Reiteró, asimismo, que la política de Washington hacia la isla es disfuncional, obsoleta, anclada en el pasado, ineficaz y costosa para los contribuyentes estadunidenses, y enfatizó que el gobierno y el pueblo cubano impedirán, con base en la Constitución, las leyes y el derecho internacional, cualquier tentativa de injerencia o “intervención humanitaria” contra la independencia y la soberanía de Cuba.