"Nunca antes ha sido tan impredecible nuestro futuro, nunca hemos dependido tanto de fuerzas políticas que no pueden ser confiadas en seguir las reglas del sentido común y el autointerés; fuerzas que parecen pura locura”. Hannah Arendt (citada por su discípula Samantha Rose Hill, como comentario sobre los tiempos que vivimos en Estados Unidos).
Cada vez es más difícil explicar que el país que se proclama como el faro democrático del mundo (el mismo cuyo gobierno suele juzgar casi todos los días a otros pueblos por sus supuestas fallas democráticas, y al mismo tiempo rehusa aceptar su pasado histórico de intervenciones e invasiones antidemocráticas por todo el mundo) ahora está dispuesto a poner en jaque a su propia versión de democracia. El proyecto neofascista que llegó al poder con Trump no ha sido derrotado.
Eso a pesar de que el ex presidente y su gente están bajo investigación por promover nada menos que una intentona de golpe de Estado, algo sin precedente en este país. Pero lo ocurrido el 6 de enero con el asalto al Capitolio instigado por Trump no acabó ahí, sino que esa insurrección, en parte armada, continúa hoy día. De hecho, varios de los autores intelectuales de ese asalto están rehusando cooperar con la investigación oficial del Congreso sobre lo ocurrido ese día. El 12 de noviembre, uno de ellos, Steve Bannon, fue acusado formalmente de desacato a la orden de comparecer ante el Congreso, pero todo indica que usará eso para sus fines políticos.
Día tras día Trump y sus aliados no han dejado de proclamar que la elección presidencial fue “robada” (algo que la mayoría de los republicanos opinan) y el ex presidente convoca a todo “patriota real” a sumarse a su movimiento para “salvar a Estados Unidos de Biden” y de “la izquierda radical”.
En mítines y reuniones hay cada vez más amenazas de violencia –algo nutrido durante cuatro años por Trump– contra demócratas, inmigrantes, minorías y todo opositor. Se habla de resistencia armada a la “tiranía” de las autoridades que se atreven a ordenar el uso de cubrebocas y promueven vacunas. Hay amenazas de muerte contra integrantes de juntas escolares y han duplicado las amenazas de violencia contra legisladores federales progresistas. Algunos asesores de seguridad ahora recomiendan a legisladores no realizar actos públicos. Por otro lado, un segmento significativo de republicanos consideran que podría ser necesaria una “guerra civil”; casi tres de cada 10 de los que creen que la elección fue “robada” opinan que la “violencia podría ser justificada para salvar a nuestro país”.
O sea, para Trump y sus seguidores el 6 de enero no marcó el fin de la presidencia de su líder, sino el comienzo de una reconquista –casi a cualquier costo– del poder en este país.
Hay una ofensiva para, efectivamente, minar el derecho al voto de las minorías, legislaturas estatales bajo control republicano están redibujando distritos electorales para garantizar sus mayorías, y hay esfuerzos encabezados por republicanos para prohibir ciertos conceptos y libros –sobre raza, identidad sexual, historia y más– en las escuelas públicas en estados como Texas (donde un legislador ya elaboró una lista de 850 libros) y Wisconsin.
Otros, como el ex asesor de seguridad nacional de Trump, general Michael Flynn, están abogando por tener una sola religión en Estados Unidos (la cristiana).
Mucho de esto brota de los escombros de 40 años del modelo neoliberal estadunidense, y los políticos derechistas han sido muy hábiles en generar divisiones entre los más afectados a través de viejas maniobras racistas, xenofóbicas y antimigrantes y, con ello, una vez más, los jodidos perciben como sus enemigos a los aún más jodidos.
El futuro de esta democracia ahora depende cada vez más de las fuerzas democratizadoras de este país –los defensores de los derechos civiles y sociales, sobre todo los jóvenes y los migrantes que han sido las vanguardias de las luchas por la justicia a lo largo de la historia de Estados Unidos– y sus aliados en el mundo.
Marc Ribot & Tom Waits. Bella Ciao.