Por mi trabajo, conozco algunas de las razones que llevan a una pareja a separarse; entre otras, la reaparición de antiguos amores. No es consuelo, pero déjame decirte que no eres la única que ha pasado por esa situación. Yo misma la viví hace cuatro años. Pensé que no iba a poder soportarlo, pero lo superé y ahora Fabián y yo somos muy buenos amigos.
Anoche llamó para preguntarme si quería acompañarlo al Buen Fin. Le dije: “¿Tienes cita con Marina?” Enseguida me arrepentí de haber hecho esa broma, que para él resultaba muy incómoda y para mí dolorosa: me recordó lo sucedido aquel domingo en el restaurante. Volví aterrorizada, sin comprender lo que Fabián me decía: “Yo no la busqué, ni siquiera sabía. Óyeme: te juro que esto no es nada contra ti”.
No, pero de todas formas fui el blanco de un golpe muy fuerte. Pasé días tratando de explicarme por qué las cosas entre Fabián y yo se habían roto cuando estábamos más unidos que nunca y no había razón para temer que Marina reapareciera; pero lo hizo. En cierta forma, sin proponérmelo y menos imaginármelo, yo propicié su rencuentro con Fabián.
II
Él y yo llevábamos más de dos años viviendo prácticamente juntos. Nunca hablamos de matrimonio ni mucho menos, no creíamos necesario formalizar nuestra situación. Nos queríamos, nos aceptábamos tal y como éramos, respetábamos nuestros espacios y nuestras manías. Las de Fabián son risibles: no soporta gatos en la casa, ni en sueños haría cola para entrar a un restaurante y sale de compras sólo cuando es absolutamente indispensable.
La primera vez que asistimos a un centro comercial fue porque su computadora, de buenas a primeras, empezó a fallarle y pensaba cambiarla. Iba a comenzar El Buen Fin y le propuse que fuéramos para que renovara su equipo. De paso yo compraría un horno eléctrico. Estaba aprendiendo a hacer pan en un canal de YouTube y quería sorprender a Fabián ofreciéndole en el desayuno una charola con alamares hechos por mí. A él le pareció estupenda mi idea. Me dijo que fuera tranquila a hacer mis compras mientras él se quedaba en el departamento revisando unos planos. Le recordé la necesidad de que tuviera una buena computadora y me pidió que la eligiera yo. Insistí en que la decisión tenía que ser suya y él en su argumento de siempre: le chocaba ir a los centros comerciales, y más en domingo, cuando se atestan de gente ansiosa por comprar pantallas kilométricas y niños ávidos de todo. Ese ambiente no era nada seductor; sin embargo, le pregunté qué prefería: soportarlo un rato o arriesgarse a que su computadora lo dejara “tirado” a mitad de un trabajo. Mi argumento venció su resistencia y sugerí que, terminadas las compras, fuéramos al restaurante nuevo que está en el centro comercial y ya tiene fama de excelente.
III
Para ir al Buen Fin elegimos ropas cómodas, informales. Fabián se puso la chamarra que le regalé en la última Navidad y que tanto le favorece. Antes de salir de la casa quiso saber qué me había hecho porque me veía muy linda. Esas palabras me llenaron de una alegría infantil que se tradujo en una cascada de besos.
Rumbo al centro comercial me senté en el coche muy cerca de Fabián. Lo acaricié, me sonrió. Me sentía feliz, bien dispuesta hacia todo el mundo: saludé a los niños que, asomados a la ventanilla de una camioneta, veían cómo se elevaban sus globos y hasta elogié a su perro que me veía desconfiado.
Antes de recorrer las tiendas entramos a una cafetería. Allí le propuse a Fabián separarnos para que cada uno pudiera hacer sus compras con libertad y sin causarle impaciencia al acompañante. Por celular acordaríamos dónde encontrarnos para ir a comer.
IV
Encontré la sección de electrodomésticos repleta y no logré que una empleada me atendiera. Salí de la tienda sin mi horno y con muchos deseos de volver a reunirme con Fabián. A las dos de la tarde lo llamé. Dijo que ya estaba muy cerca del restaurante y me esperaría en la puerta. Entramos juntos. Elegí la mesa con vista al jardín lleno de niños que corrían en derredor de una fuente y abuelos orgullosos.
Todo era tan agradable que sentí como si estuviera dentro de una hermosa postal que yo misma me enviaba desde el mediodía de un domingo feliz, ya en ese momento catalogado por mí como inolvidable. Me imaginé al lado de Fabián, años después, recordando juntos aquel día: el primero que, en nuestra relación de dos años, habíamos salido juntos en domingo, como un matrimonio, a comprar un horno eléctrico y una computadora.
Ordenamos dos margaritas y nos pusimos a ver la carta. De pronto Fabián la dejó en la mesa y puso su mano sobre la mía, pero su gesto era más de preocupación que de ternura. Le pregunté si le pasaba algo y su respuesta me resultó incomprensible: “Fue una casualidad, yo no sabía y te juro...”
Desconcertada, me reí. Fabián oprimió mi mano con más fuerza, pero presentí lo que iba a decirme: “No quiero ocultártelo; en el departamento de computadoras encontré a Marina. No sabía que trabajara aquí ni que sus padres murieron, casi al mismo tiempo, durante la primera etapa de la pandemia. Ya te imaginarás cómo está. En fin, hablamos de su situación, de cosas...”
Eso fue lo que Fabián me dijo; sin embargo, por su gesto comprendí que ese encuentro había tenido más importancia de la que él pretendía darle. “¿Vas a volver a verla?” No me contestó. Su mirada lo hizo.
Perdí el control y temí dar un espectáculo. Con pretexto de ir al baño me levanté y rápido me dirigí a la salida. Fabián se dio cuenta y me siguió. Lo demás, amiga, puedes imaginarlo. Pasamos mucho tiempo separados, sin buscarnos. Un año después, a petición suya, nos encontramos. Me confesó que por un momento había sentido el impulso de volver con Marina, pero después se había dado cuenta de que eso era imposible. No dijo más, no habló de nosotros.
Nos vemos con frecuencia, pero no en mi departamento. Ya te dije que anoche me llamó y, entre otras cosas, me preguntó si ya tenía un horno eléctrico. Le respondí que no. Él me propuso que el domingo vayamos al Buen Fin para que lo compre y él se haga de una buena computadora.