Cuando en 1982 le estalló al gobierno del presidente López Portillo la llamada crisis de la deuda externa, los mexicanos pasamos de perder unas expectativas esperanzadas a grandes oleadas de desazón y desamparo. Las promesas hechas de recuperar estabilidad y seguir una nueva pauta de crecimiento económico, más sólido y con mayores potencialidades redistributivas, se sostenían en el discurso de reforma económica del presidente que luego se concretó en el Plan de Desarrollo Industrial.
Con el petróleo como palanca poderosa, se dijo, la capacidad de importación crecería sin depender tanto del endeudamiento externo, y la Alianza para la Producción abriría la puerta a novedosas formas de cooperación entre la empresa privada y el gobierno: las fórmulas de entendimiento y comunicación de la economía mixta formada en las décadas de los 50 y 60 se modernizarían.
Como algunos recordarán, esos tejidos se habían fisurado durante el gobierno del presidente Echeverría, que no encontró cauces ni formatos capaces de dar sentido al reclamo democrático vuelto clamor y exigencia multitudinaria en 1968 y cancelado el 2 de octubre en Tlatelolco. Lo ocurrido el 10 de junio del 71 confirmó la sospecha de no pocos: el otrora famoso sistema de la estabilidad con prosperidad y partido casi único ya no podría estar a la altura del reclamo que, con una aguerrida voz sindical, adquiría tintes claros de reclamo de justicia social, como condición para que la democracia se volviera realidad política e institucional.
La posibilidad de un cambio no traumático, hasta indoloro, en las estructuras económicas y políticas de México fue largamente acariciada por varios hombres del Estado, como es el caso de Jesús Reyes Heroles, intelectual político y hombre de Estado, al decir de Javier García Diego. La reforma emprendida por don Jesús y sostenida por su entonces jefe, el presidente López Portillo, pronto probó poseer fuerza transformadora; toda una “revolución política”, postuló Arnaldo Córdova, a pesar de sus muchas limitaciones.
Al calor de la crisis económica que seguiría a la de la deuda externa, la reforma se volvió “idea fuerza” para muchos intereses hasta ser vista por las cúpulas empresariales, resentidas con el gobierno anterior, como el menos malo de los “cerrojos” al desvarío “populista” que para algunos de ellos y sus ideólogos se había apoderado del credo y el verbo de la “Revolución hecha gobierno”.
En esos años de apertura política transformada en transición a la democracia, se impuso la idea de que “la economía” debía quedar para después, una vez superada la amenaza de la hiperinflación y saldado en lo posible el embrollo del sobrendeudamiento foráneo. Y sí, cambio estructural hubo, pero no el prometido en los años del auge petrolero; Estado hubo para ponerse al mando del draconiano ajuste adoptado para pagar la deuda, pero no el proyecto de Estado de bienestar esbozado por López Portillo en su tiempo de expectativas al alza.
Sin duda, todo cambió, pero los mexicanos vivimos duros años de desajustes productivos, monetarios y financieros; empobrecimiento masivo y reforzamiento de los mecanismos y resortes que han hecho de la desigualdad social una (pésima) costumbre y cultura nacional y del Estado. Sin crecimiento sostenido y a la altura del desafío demográfico, esa malhadada combinatoria sólo podía reproducirse: nuestras cuotas de pobreza son inadmisibles y económicamente injustificables.
Después de tantos y profundos cambios globales, en los que hemos estado con desmedido entusiasmo, reconsiderar aquellas decisiones y preguntarse por la viabilidad de un giro de timón para recuperar la idea misma de desarrollo es sano y recomendable. Reivindicar la idea fuerza de que sin justicia social no hay democracia productiva en lo político ni duradera en lo social; que la democracia no admite placebos, o no por mucho tiempo, y que sin Estado no hay defensa como comunidad nacional, regional, local.
Tiempo triste el nuestro. Nada de qué presumir y mucho de qué temer. La polarización amenaza profundizarse y, cuando la política falla, la violencia la suple. Esperemos que todavía pueda apostarse a que los viajes ilustran.