Durante los meses recientes, la Ciudad de México ha sumado a su fisonomía un atractivo que no sólo apapacha a la vista, sino también al paladar, mientras invita a la socialización y se ayuda a la recuperación económica: en el exterior de restaurantes y sobre las banquetas se han colocado mesas que llenan las aceras de glotones y que con vistosos parasoles y barullos dan vida a las calles, a sus habitantes –tragones por definición chilanga– , y a los visitantes que tienen la fortuna de estar en una ciudad que también es capital gastronómica del mundo.
Hay quien asegura que el primer local en vender comida en la Ciudad de México se remonta al de Pedro Hernández quien, en 1525, abrió un mesón en el que servía agua, pan, carne y vino. No se podría estar más equivocado en esa afirmación que se suma a muchas con las que desde hace 500 años se ha intentado olvidar al México prehispánico para colocar a la Conquista y al virreinato como el supuesto –y falso– inicio del “México civilizado”.
Resulta ingenuo –con P– creer que en Tenochtitlan, capital de un imperio al que diariamente llegaban desde distintos lugares de Mesoamérica pochtecas –comerciantes– a bordo de miles de trajineras cargadas de todo tipo de productos para ahí ser vendidos o intercambiados, no existían lugares para comprar y consumir comida preparada. Le aseguro, lector, que los platillos ahí servidos eran, por mucho, más ricos y variados que en cualquier mesón virreinal.
Quienes llegaban al tianguis de Tlatelolco a comprar, intercambiar o vender, encontraban bien dispuestos y organizados puestos de comida en los que se ofrecía desde atole, insectos, tortillas con frijoles y tlacoyos de haba, hasta platillos de elaboración más complicada, como caldos y pescados, o el ahuauhtli, manjar preparado con huevos de mosca de los lagos envueltos en maíz y tostados para tamal, manjar que, por cierto, aún se puede disfrutar en la zona de Chalco.
Tras la apertura de los mesones en la calle que lleva el mismo nombre, y donde hoy podemos encontrar artículos de papelería, comenzaron a abrir sus puertas para servir comida y bebida, además de dar alojamiento, hosterías y tabernas en las que foráneos y uno que otro chilango virreinal que no podía llegar a casa a comer o –por la razón que fuere– a dormir, encontraban techo seguro y comida caliente; si traían dinero suficiente, podían disfrutar de un plato de puchero, pan, queso, vino y aguardiente, pero si no se traían muchos centavos, entonces había que conformarse con tortillas, frijoles y un jarrito de tlachique.
Más de 200 años después de que Pedro Hernández abriera su mesón, se inauguró el primer lugar para tomar café en la Ciudad de México, el café Manrique, ubicado en la calle de Tacuba y Empedradillo, hoy Monte de Piedad, y lugar frecuentado por políticos, artistas y empresarios que entre taza y taza de un café servido al estilo “francés” –con leche y azúcar– discutían –en algunos casos casi hasta los golpes– la situación política y económica. Se dice que al café Manrique llegó en más de una ocasión el Padre de la Patria, el cura Miguel Hidalgo, a sostener reuniones secretas para terminar con el mal gobierno.
La palabra restaurante, y con ella los locales que la ostentan, llegó a México en el siglo XIX, cuando las deliciosas fondas que ofrecían comida casera llena de sazón y tradición a través de las recetas que las mayoras resguardan y pasan de manera hablada desde la Conquista, dieron paso a locales que comenzaron a servir platillos importados con ingredientes ultramarinos, por ejemplo Casa Prendes, lugar al que Francisco Villa entró a caballo causando con ello el escándalo de los asistentes encopetados que, como aún hoy, toman té levantando el dedo meñique mientras sostienen la taza.
Los del dedo meñique alzado también respingan narices, y últimamente lo hacen cuando encuentran mesas en las aceras de la Ciudad de México, a pesar de ser algo que, además de apapachar al comensal, evita contagios y recupera la economía tras la clausura temporal de comercios cuyos trabajadores se las han visto complicada. Por ello es un deleite, si el tiempo y la cartera lo permiten, acudir a sentarse en una banqueta a comer o a tomar un café. Variedad hay de sobra, desde restaurantes de comida china o cantonesa que puede pagar sólo quienes tienen grandes sueldos, rentas, o desfalcan a Pemex, hasta loncherías con platillos sencillos que, al alcance de todos, son un absoluto manjar. Ya sea en su interior o al aire libre: ¡buen provecho!