Un pacto fáustico. El hombre que vendió su piel, tercer largometraje de la escritora y cineasta tunecina Kaouther Ben Hania ( Le Challat de Tunis, 2014; La belle et la meute, 2017), tiene como inspiración directa un hecho real. En 2008 la realizadora asistió a una exposición novedosa y perturbadora del artista conceptual belga Wim Delvoye, especializado en tatuar la piel de cerdos y crear obras de arte a partir de excrementos. Esta figura controvertida del mundo artístico europeo convenció a Tim Steiner, propietario de una tienda de tatuajes en Zürich, a que se dejara tatuar sobre la espalda una escena de crucifixión para luego posar inmóvil exponiendo su dorso desnudo en diversas galerías de arte. El contrato estipulaba que después de la muerte del modelo, el trozo de piel tatuada le sería removida quirúrgicamente para enmarcarla y exponerla en un prestigioso museo en Bélgica.
A partir de esta historia insólita, la directora propone la situación de Sam Ali (Yahya Mahayni), un refugiado sirio en Líbano, deseoso de reunirse en Bruselas con su novia Abeer (Dea Liane), a quien la familia le destina un mejor pretendiente, el diplomático Ziad (Saad Lostan), instalado en la capital belga. Para recuperar el amor de Abeer, el joven está dispuesto a todo, incluso a vender su propia piel al engreído artista Jeffrey Godefroi (Koen de Bouw), quien podrá así trasladarlo por toda Europa, no ya como un ser humano que requiere una visa, sino como un objeto de arte que prescinde de ella. El pacto fáustico funcionará un tiempo. A Sam le seduce la celebridad instantánea obtenida, pero paulatinamente se percata de la deshumanización de que ha sido objeto al dejarse transformar en una mera curiosidad de feria.
Al margen de las alusiones a la condición de Sam como disidente político en su país y las contrariedades en su relación amorosa con la joven Abeer, lo que más parece interesar a la directora es enderezar una sátira al mercado internacional del arte, un espacio de cálculos mercantiles y sometimiento total a las modas pasajeras. La celebridad del artista Jeffrey Godefroi le confiere inmunidad y un poder desmesurado para transformar a un ser humano en algo parecido a un objeto de disección en laboratorio o en una mercancía negociable. El actor Yahya Mahayni transmite de modo convincente la cadena de humillaciones que padece Sam Ali al ver gradualmente pisoteada su dignidad y sentir una absoluta indefensión ante la estrategia combinada de tiranía y seduc-ción por parte del artista y su asistente Soraya Waldi (Monica Bellucci). Finalmente la pretendida sátira al mundo del arte se cura en salud obteniendo el benéplacito del propio Wim Delvoye, creador de la instalación original, quien aceptó aparecer brevemente en la cinta. Algunos espectadores habrán de recordar, tal vez con mayor entusiasmo, la intransigente dureza de lo que propone –en materia de frivolidad y snobismo en un medio artístico– la cinta del sueco Ruben Östlund premiada en Cannes 2017, The Square: la farsa del arte.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional. 12.30 y 18 horas.