Poco se sabe aún del “Plan mundial de fraternidad y bienestar” cuyos lineamientos expuso hace unos días el presidente López Obrador en la ONU. Pero podemos desde ya destacar que se funda en principios que, de consolidarse, ayudarían a sacar al paradigma de la cooperación internacional para el desarrollo de la postración en que se halla desde hace años. Este paradigma, que se consolidó en las primeras décadas de la posguerra, se fundó en una rígida división Norte-Sur (N-S): los países del Norte, identificados por el Banco Mundial como países de renta alta (hoy definida por un PIB per cápita mayor a 12 mil 695 dólares anuales) adquieren la responsabilidad de otorgar cada año 0.7 por ciento de su PIB en Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) para apoyar el desarrollo de las naciones del Sur, cuyo PIB per cápita está debajo de ese umbral.
El paradigma N-S siempre ha funcionado mal: muy pocos países se han graduado y superado dicho umbral y muy pocos donantes alcanzan o han logrado el famoso objetivo de 0.7 por ciento. Peor aún, ese paradigma ha venido encubriendo el franco retroceso en otras demandas históricas del Sur que se antojan más importantes que la propia ayuda, como el acceso a tecnologías o la construcción de regímenes de comercio y movimientos de capital conducentes al desarrollo. Pero si el paradigma N-S cojeaba, con los albores de este nuevo siglo entró en franca crisis. Ello básicamente por dos razones: primera, por la multiplicación de los llamados “males globales” generados por fenómenos como el cambio climático, la perdida de la biodiversidad, la contaminación de océanos y las pandemias, que afectan a todas las naciones, pobres y ricas. ¿Qué países y cómo deben combatir estos males? El paradigma N-S, centrado en el desarrollo de las naciones pobres, no ofrece respuesta y, segunda, por la irrupción en el escenario internacional de las potencias emergentes encabezadas por China que se despegaron del resto del Sur, pero sin graduarse y sin rebasar el umbral del desarrollo establecido por el paradigma N-S. ¿En estas circunstancias, era realmente posible seguir tratando a China o a México con el mismo rasero que a Angola o a Guatemala, todos ellos clasificados hoy como países de renta media con derecho a recibir AOD? Era evidente que no. Pero el paradigma tradicional N-S, con su rígida barrera entre donantes y receptores, tampoco ofrece una alternativa.
Con la brújula del paradigma N-S rota, todas las agendas de la cooperación internacional para el desarrollo, desde la superación de la pobreza y los Objetivos de Desarrollo Sostenible hasta el cambio climático y ahora la pandemia, vienen tropezando con la misma piedra: ¿Quién debe pagar y cuánto? ¿Cómo repartir la carga? Las naciones no se han podido poner de acuerdo. Las emergentes generan cooperación, muchas veces copiosa y generosa, pero una y otra vez han esquivado asumir responsabilidades concretas; reclamando, no sin razón, que ellos aún tienen mucha pobreza y capacidades limitadas. Las ricas, por su parte, explotando esa reticencia han tendido a diluir sus responsabilidades históricas. Por resultado, tenemos mucho menos cooperación internacional que la que requerimos y un paradigma N-S en crisis.
Es en este contexto que la propuesta de López Obrador incluye un elemento realmente innovador. Ésta invita a que cada uno de los países del G-20 aporten 0.2 por ciento de su PIB anual a un fondo administrado por la ONU para combatir la pobreza extrema en el mundo. Dada la composición mixta del G-20, la iniciativa conlleva un llamado a que las potencias emergentes del Sur miembros del grupo asuman compromisos concretos frente a los problemas comunes de la humanidad y del planeta. Este tipo de llamado no es nuevo. Sí lo es que venga de un líder de una potencia media como México. Es de suponer que esta iniciativa no incidirá en el viejo compromiso de los países ricos de aportar 0.7 por ciento de su PIB anual como AOD. De llegar a coexistir, estos dos esquemas apuntalarían a lo que se podría considerar un reparto “justo” de las cargas globales para combatir la pobreza extrema y fomentar el desarrollo: las naciones ricas del G-20 estarían dando 0.9 por ciento de su PIB (0.2 por ciento de su PIB al fondo que propone México y 0.7 por ciento como AOD) y las naciones emergentes del Sur, 0.2 por ciento, además de que éstas estarían recibiendo una parte (presumiblemente reducida) del nuevo fondo para combatir la pobreza extrema. De esta manera, las potencias emergentes asumirían responsabilidades adecuadas a sus circunstancias y capacidades en sintonía con el principio de “Responsabilidades Comunes, pero Diferenciadas” que el Sur viene impulsando desde hace años sin que a la fecha la haya podido aterrizar en esquemas concretos.
La iniciativa mexicana está a discusión. Uno puede preguntarse si en vez de utilizar al G-20 como referencia, no se debiese recurrir a las categorías de países de altos ingresos y naciones de ingreso medio alto del Banco Mundial, lo cual permitiría sumar a países como Suecia y Tailandia como donantes. También se puede cuestionar si las contribuciones que las naciones deben aportar son las adecuadas y si deben ser enteramente voluntarias o si es tiempo de considerar al menos parte de ellas como obligatorias, como las cuotas que se dan para pertenecer a la ONU.
Pero más allá de estos detalles, lo importante es destacar el principio que anima a la propuesta y que debería transportarse a otras agendas, empezando por la de cómo atajar los “males globales”. No sabemos si la iniciativa de México, que incluye otros elementos novedosos, como llamar a los multimillonarios y a las grandes multinacionales a sumarse al esfuerzo, prosperará. Sí es posible vislumbrar que los principios que la animan abren la puerta a un nuevo paradigma post-N-S de cooperación internacional para el desarrollo.