El rostro alargado por la nariz prominente, un bigotito negro que no alcanzaba a cubrir todo el surco nasolabial, los ojos grandes y brillantes de inteligencia, a sus 26 años, Froylán López Narváez era un hombre flaquísimo con cierto parecido a algunas de las ilustraciones imaginarias de don Quijote. Si esa semejanza física se fue desvaneciendo con la edad y el embarnecimiento, el parecido espiritual se fue acentuando. Su quijotismo, como el del hidalgo de La Mancha, podía hacer sonreír y reír a los bienaventurados pobres de espíritu, Froylán nunca perdía la compostura. Si las sonrisas con dejos burlones afloraron cuando señaló que “la rumba es cultura”, la idea se impuso con el tiempo y la frase se volvió proverbial.
Conocí a Froy en 1966, durante un curso de periodismo en un Excélsior en ebullición, donde el director editorial, Julio Scherer, formaba un equipo de comentaristas independientes. A esta élite del periodismo libre y lúcido se integró López Narváez a sus veintitantos años, gracias a la idea de Henrique González Casanova de presentarlo con Scherer.
Su voracidad por la lectura fue temprana. Durante su infancia se vio obligado a leer con una linterna bajo las cobijas para no despertar a sus hermanos dormidos en la misma pieza. Autodidacta, la abundante riqueza de su vocabulario provenía del maremágnum de sus lecturas entre filosofía, historia, novela, poesía, libros de viajes, antropología A veces, era difícil en ese entonces seguir las ideas que expresaba. Los términos que utilizaba eran exactos, cierto, pero Froylán prefería las palabras abstractas, que articulaba con fuerza, como si buscara la revelación de su secreto en su sonoridad. Así, no era raro en esos primeros tiempos, escucharlo hablar, por ejemplo, de la “fenomenología del amor como una epifanía prístina” o de la “epistemología de la sensualidad”.
Editorialista, conocía las bambalinas del teatro político mexicano como un actor conoce la obra que representa. Sus previsiones se confirmaban a menudo. Apasionado de la música, uno de sus orgullos era la foto donde aparece al lado de Louis Armstrong. Su afición por la rumba, el danzón, el son, lo hizo amigo de casi todos los compositores e instrumentistas mexicanos y extranjeros que se presentaban en salas de conciertos, bares, salones de baile o cafés-teatro de la Ciudad de México. Me invitó muchas veces a conocer nuevos centros musicales, donde lo aplaudían al verlo entrar. Como también lo ovacionaban decenas de aficionados cuando llegaba a la plaza de toros los domingos.
Profesor de preparatoria y de ciencias políticas, sus cursos tenían la originalidad de enseñar a los alumnos, además de la materia en cuestión, nociones de filosofía, poemas, baile. Me tocó asistir a algunos de sus cursos y ver a sus alumnos recitar un poema de Sabines y ponerse de pie para cantar y bailar una rumba. Durante medio siglo, 50 generaciones aprendieron a pensar, a leer poesía y a danzar al son de un danzón.
A lo largo de su vida, Froy ayudó a cientos de personas. Encontró siempre la palabra para consolar y levantar el ánimo. Igual se encargaba de buscar trabajos para unos, becas para otros, oportunidades para muchos, abogados, médicos, sacerdotes. Sus amistades, igual la marchanta de sopes de una esquina de la Portales, un torero o una cantante, son innumerables.
Creo que la bondad es la más alta forma de la inteligencia, y Froylán es el hombre más bondadoso que he conocido. Alguna vez, entre broma y seriedad, le pregunté si prefería que hiciera su elogio en vida o a su muerte. Cumplí con su deseo y pudo leer un merecido homenaje. Cuando le dediqué mi novela Flores negras, me pidió que agregara a su nombre dos palabras: “el Padrino”.
Froylán es, en efecto, Padrino de muchos de nosotros y compadre de otros tantos. Fue mi padrino de bodas y mi compadre como padrino de bautizo de mi hija. Mi amigo durante medio siglo, aquí. La eternidad, más allá.