Algunos amigos lectores (amistad obliga a concesiones y solidaridades) y también otros lectores que se han tornado en amigos (sé que hay lenguas viperinas que esparcen la idea de que, si son lectores, lo más posible es que permanezcan al margen de la noble instancia que es la amistad), pero al menos por hoy no caeré en provocaciones y pasaré de frente ante esos insidiosos comentarios. Mejor, de golpe, planteo la exigencia que ambos grupos me formulan y las razones que esgrimen y la salomónica decisión por mí adoptada. Las sugerencias, reclamos, ukases a los que hago referencia se concretan así: Ortiz, tú te empeñas cada inicio de semana en inmiscuirte en los temas más álgidos del momento (o de muchos momentos que ya se han hecho viejos y otros con los que, como te decía Monsi, te gusta fatigar el apocalipsis). Esta persistencia tuya es todavía más absurda si consideramos lo endeble de tu posición frente al innúmero caudal de licenciados (no sólo abogados), maestros (no únicamente de los que transmiten conocimientos, sino de mecánicos, electricistas, albañiles, etcétera) y por supuesto, de las caudas de doctores (no de los que recetan y curan. Éstos tan sólo recetan y pontifican sobre todos los males y, por supuesto, lo que inventan para mejorar el mercado de sus teorías).
Este argumento no me pareció del todo convincente, pues pienso que, si uno se lo propone, también puede competir en este cada día más próspero mercado de los doctores, los expertos asesores, consultores, investigadores, comunicólogos, encuestadores, futurólogos, influencers pronosticadores, clarividentes, agoreros, profetas, magos, adivinos, médiums, quirománticos, síquicos, pitonisos y algunos cientos de etcéteras. Pero luego se presentó otro razonamiento que definió la postura que pasaré a someter a su consideración. Como verán, la contundencia de la siguiente opinión está fuera de toda duda: mira, Ortiz, tú ya fuiste oficialmente declarado decano. Este reconocimiento fue avalado por las múltiples actas de nacimiento que has venido usando en la vida: no hay vuelta de hoja. Pues este hecho permite considerar que en cualquier chico rato se te puede ocurrir hacer fade out definitivo y, como en tu nuevo estado la omertà no es una opción, más vale que rindas testimonio por escrito y bajo protesta de decir verdad, si fuiste testigo presencial o, aún protagonista. Si faltaste a la verdad podrás ser recriminado y sancionado (aunque ya morido, la nación poco podría reclamarte). El planteamiento me pareció del todo válido y decidí campechanear los contenidos de las columnetas: acepto, con esta fecha, la sutil sugerencia de que no me sume hebdomadariamente a la redituable y fácil tarea de refritear lo acontecido y ya comentado. O se dice algo nuevo, diferente o se desmiente se aclara, amplía o se combate, o no vale la pena gastar tiempo y espacio para repetir lo ya dicho (y peor aún, sin siquiera mejorarlo). Detesto los oradores que con tal de subir a la tribuna y tomarse la foto inician diciendo: “Estoy totalmente de acuerdo con lo expresado con el orador que me antecedió en el uso de la palabra” … Entonces, ¿para qué diablos se hace abuso de esa innecesaria palabra? Acepto también, que informaciones fidedignas y corroborables, aunque sean del pleistoceno, deben ser una y otra vez repetidas, reiteradas. En estas etéreas disquisiciones andaba cuando recibí el correo de Miguel Nieto, que escuetamente me decía: “Te comunico, con tristeza, que nuestro amigo Froylán López Narváez, acaba de morir”.
Este agosto de 2021, apenas acompletábamos (acompletar: juntar lo que faltaba). 63 años de una amistad no sólo permanente, sino permanentemente acrecentada. En este sentido el verbo que uso es equívoco: a nuestra amistad, en este lapso de vida compartida, nada le faltó. Ni siquiera las desavenencias ni los obvios desacuerdos sobre las cuestiones más simples o de fondo. Por ejemplo: él siempre fue adicto a las cubas y yo a la ginebra, aunque fuera la Oso Negro, que costaba menos que una bebida de cola en estos tiempos. También su obsesión por esos ritmos desquiciantes que nada tenían que ver con los zapateados y taconazos de mis corridos norteños. Él me regalaba las obras de Pierre Teilhard de Chardin y “del príncipe de las paradojas”, Gilbert Keith Chesterton, quien por medio del padre Brown, descubría los más torvos recovecos de las mentes criminales. Yo le correspondía con ejemplares de los libros de José Natividad Rosales: Los sin Dios y los indios y Europa a punta de huarache. Él me introdujo al mundo de Scherer, Ricardo Garibay, Vicente Leñero, Fray Alberto Ezcurdia, el obispo rojo Méndez Arceo y yo le respondí con Demetrio Vallejo, Othón Salazar y otros mexicanos de excepción. También nos presentamos a mujeres fuera de serie. De ellas, y de muchos otros temas emocionantes hablaremos la próxima semana. La universidad dijo “la rumba está de luto al igual que la cultura”. Yo agregaría muchos otros conceptos: la generosidad, la probidad, la integridad, la congruencia y la convicción de que “el que no vive como piensa, corre el peligro de pensar como vive”. Fray Froy, mi gratitud y cariño sin medida.
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