El reclamo de Antonio Guterres, secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), al primer ministro británico, Boris Johnson, al inicio de la Cumbre del Clima en Glasgow, ocupó los titulares de los medios del mundo: “No podemos seguir tratando a la naturaleza como si fuera un retrete”. Palabras más, palabras menos, eso fue lo que dijeron hace ya casi medio siglo los delegados a la primera cumbre sobre el medio ambiente celebrada en junio de 1972 en Estocolmo, Suecia. La presidió con enorme destreza el inolvidable Maurice Strong. En esa ciudad, los delegados de decenas de países, unas cuantas organizaciones no gubernamentales defensoras de la flora, la fauna y la justicia social, alertaron que era urgente cambiar el rumbo del planeta y cuidar bosques y selvas, el agua, la biodiversidad, y buscando siempre acabar con la pobreza. Que era posible lograr el desarrollo sin destruir la naturaleza.
Ha pasado casi medio siglo de esa primera cumbre, gracias a la cual muchos países, como México, pusieron mayor interés en los temas ambientales. Además se fundaron las primeras organizaciones ecológicas mientras el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología creaba varios centros de investigacion dedicados al tema. Recuerdo tres: el Instituto Nacional de Investigaciones sobre Recursos Bióticos, dirigido por Arturo Gómez Pompa; el de Ecología, por Gonzalo Halfter; el de Ecodesarrollo, que me tocó echar a caminar, y el de Investigaciones Biológicas del Sureste, en San Cristóbal, Chiapas.
Veinte años después, habría la multitudinaria de Río de Janeiro: la de la tierra, en la que por primera vez apareció como tema prioritario la generación de gases de efecto invernadero, causantes del cambio climático. Aquí las organizaciones no gubernamentales fueron numerosas y exigieron nuevamente cambiar el modelo de desarrollo, pues el vigente era depredador de la naturaleza y origen de pobreza, especialmente en las comunidades agrarias. Además de enfermedades fruto de la contaminación del aire por monóxido de carbono, óxidos de nitrógeno, dióxido de azufre y partículas diversas. Y ello, debido al uso de los hidrocarburos, el carbón y las actividades industriales y agrícolas. Mientras había una acelerada deforestación de selvas y bosques que absorben contaminantes, generan humedad y regulan las temperaturas.
En 1994 comenzaron los países a negociar los términos en que debían ayudar a reducir la generación de esos gases. Y uno de los frutos fue el Protocolo de Kyoto, en 1997, donde se fijaron límites de emisiones para los países más industrializados. A partir de ahí, cada año hay cumbres para ver el estado del problema y los avances de lo acordado. En la décima hasta se ofrecieron 100 mil millones de dólares por parte del mundo industrializado para que los países en desarrollo enfrentaran lo mejor posible los efectos del cambio climático. Treinta mil de ellos, en un fondo verde para reforestación. No aparecen por lado alguno.
En 2015, y ante el avance del calentamiento global, se celebró la muy comentada Cumbre de París, en la cual los compromisos en torno a la generación de gases de efecto invernadero fueron más precisos y unánimes: limitar el aumento de la temperatura en 2050 a 1.5 grados tomando como base la era preindustrial. Y con metas por cada país.
Todo indica que lo prometido no se ha cumplido y los datos de los organismos internacionales señalan que la temperatura global aumenta más rápido de lo previsto, igual los gases de efecto invernadero. Cinco países son responsables de generar 60 por ciento de esos contaminantes: China 30 por ciento, Estados Unidos 14 por ciento, India 7 por ciento, Rusia 5 por ciento y Japón 3 por ciento. México ocupa el lugar 13, con 1.2 por ciento.
Ahora se celebra la COP 26 en Glasgow. La consideran la última esperanza para detener lo inevitable: una catastrofe ambiental, económica, social y política. Afectará a todo el mundo pues ningún país está exento de padecer los efectos del calentamiento global. Ya los sufrimos y son cada vez extremos: mayor número de huracanes, deshielos agresivos, sequías, incendios devastadores fuera de temporada. Todo ello consecuencia de la incesante actividad humana.
Tres datos que ilustran lo anterior. Cada año, el aumento de la temperatura desplaza a 2 millones de personas hacia otros territorios, mata a mil 600 por incendios forestales y ocasiona pérdidas por 49 mil millones de dólares. Glasgow, la última esperanza de detener la catástrofe. Pero todo indica que caminamos hacia ella. Ojalá me equivoque.