Quienes cursamos el bachillerato, una carrera profesional o un postgrado en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) estamos orgullosos de que sea nuestra alma mater. Es una institución pública descentralizada, al servicio del pueblo, con gran prestigio, una de las más importantes de América. Y es de nuestro interés que haya ocupado el centro de una polémica iniciada por el Presidente de la República. El Presidente señaló que la corriente neoliberal individualista, dominante en la política y la economía del país por largos sexenios, ahora puesta en tela de juicio, se adueñó de ella, como en sus inicios lo hicieron los “científicos”.
El reclamo fue contra las cúpulas, las que gobiernan e imponen estilo y opinión, ciertamente temporales y no a todos, pero que influyen y a veces, pervierten a parte de la comunidad. La crítica tiene fundamento en la realidad observable y lleva la intención de que en la universidad que se ha caracterizado por la libertad de cátedra y la pluralidad se reflexione, haya crítica, una discusión seria y voluntad para superar los ataques espontáneos o programados, algunos pedestres, que apuntaron contra las palabras presidenciales.
Por mi parte, creo que como frecuentemente lo hace el Presidente, otra vez, puso el dedo en la llaga y sin autoritarismo ni ánimo persecutorio, tocó un tema que no puede ser soslayado por nadie, pero menos por quienes tuvimos la fortuna y el honor de pasar por las aulas de la UNAM.
Mi primer contacto con ella (debo decir que lo agradezco) fue la inscripción en 1952 al bachillerato de humanidades en la Escuela Nacional Preparatoria, la clásica, la de la calle San Ildefonso número 43, en el Barrio Universitario; mi promedio de secundaria no era muy alto, aunque nunca reprobé una sola materia, venía de una escuela pública, la secundaria número 1, en Regina 111.
Los estudios preparatorianos abrieron para mis compañeros y para mi un amplio panorama de inquietudes intelectuales y conocimientos. Muchos de nuestros maestros habían sido discípulos de los integrantes del Ateneo de la Juventud que años antes se opusieron a la corriente de pensamiento positivista con cuya marca nació la Escuela Nacional Preparatoria; es bien sabido que, bajo el gobierno de Benito Juárez, la nueva escuela estuvo a cargo del discípulo de Augusto Comte, don Gabino Barreda. Desde su fundación el enfoque del programa de estudios estuvo integrado por las ciencias positivas, prácticas, útiles, el lema era “saber para prever y prever para actuar”.
Recuerdo un medallón de piedra en el viejo edificio que debe estar por ahí, con la leyenda de corte positivista “amor, orden y progreso”. Pero con la revolución llegaron cambios, todo se agitó, soplaron en la universidad aires nuevos. Pensadores destacados e innovadores, entre ellos José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, los hermanos Antonio y Alfonso Caso y otros de ese calibre enfrentaron al positivismo e impulsaron el estudio de las humanidades, del arte, de la filosofía, de la historia, temas ausentes en la etapa anterior.
El cambio, repito, fue una bocanada de aire fresco y para cuando estudié en la prepa, ese impulso estaba aún vigente; nos enseñaron historia de México, geografía política, etimologías, lógica y ética quienes se habían formado en la cultura, pero también en la política, destacadamente en la campaña del 29 con Vasconcelos a la cabeza. Recuerdo a algunos: Vicente Magdaleno, orador vasconcelista, enseñaba literatura mexicana e hispanoamericana; Salvador Azuela, historia universal, y Sánchez Gavito, historia de México.
Otros maestros enriquecían el debate. Erasmo Castellanos Quinto recitaba de memoria la Ilíada y la Odisea y nos hacia leer el Quijote; Baldomero Estrada daba lecciones de lógica tomista y Alberto Escalona Ramos, en sus dinámicas clases de geografía política, nos abría los ojos y nos enfrentaba a los riesgos y peligros que para México y toda América Latina representaban el “destino manifiesto” y la doctrina Monroe.
Con estos recuerdos y la referencia al debate ideológico de entonces, quiero dejar claro que la universidad no es un estanque de aguas tranquilas, es torrente constante de aguas agitadas, la universidad que adquirió su autonomía en 1929, es un espacio que despierta inquietudes, confronta ideas, educa con sus murales, sus debates, el gusto por el arte y alienta a superar esquemas opresores.
Los maestros del Ateneo, sus discípulos y nosotros, valorando las ciencias, aprendimos que hay espacio para el espíritu, el arte, el pensamiento profundo y la filosofía. Así entiendo el llamado del Presidente, superar la corrupción y la corriente pragmática de la competencia y el énfasis en la formación de gerentes expertos en negocios y mercadotecnia.
La universidad es mucho más que eso y el llamado presidencial invita a rescatarla, sin menospreciar la ciencia, volver a la cultura y a las humanidades. La UNAM lo merece, su lema es “Por mi raza hablará el espíritu”, no el mercado.