Tener convicciones profundas, arraigadas, a prueba de los vaivenes de la propia vida, convicciones que constituyen nuestra estructura ética, filosófica y estética, pues su pertinencia se delineó y afianzó en la experiencia concreta, resistiendo los espejismos de la palabra, las imágenes y la retórica de los discursos de moda (religiosos, sociales, económicos o políticos) requiere una solidez y una plasticidad neuronales en el sujeto cognitivo para ejercer su discernimiento, capacidad que, si bien es común al género humano, no opera del mismo modo en cada quien, pues depende de factores como la historia individual y la etapa histórica vivida entre su nacimiento y muerte. Para combatirlas fue creada la seudociencia de la manipulación, atacando o supliendo las experiencias concretas con discursos o con la falta absoluta de ellos, dicho de otro modo, con mentiras y silencios, aislando a los individuos, las familias, los grupos sociales de la realidad o supliendo ésta con el espejismo de llamarla dogma. Desde los cuentos infantiles hasta la promesa del Más Allá que acompañan las vidas de la mayoría de los terrícolas, hasta las tergiversaciones del sentido de la existencia humana, las diversas culturas contemporáneas y las que las han precedido cuentan y han contado con interpretaciones más o menos cercanas a las realidades tangibles pero que tienden hacia dos sentidos opuestos: las que realizan y ofrecen lecturas cuyo sentido apoya la visión de un sector minoritario de la sociedad con la que se tiende a manipular a la mayoría, y las interpretaciones que se exigen a sí mismas un rigor lo más cercano posible a lo comprobable por los sentidos humanos y sus extensiones científicas en cada etapa de la historia.
Si acaso el lector de estas líneas tuviera el impulso de probar, con el rigor de su propia experiencia lo aquí expresado, podrá juzgar por sí mismo que la conciencia no es reversible. Que, aun si la conciencia puede negar conscientemente cualquier verdad conocida por ella, nunca podrá borrar, descreer, una auténtica convicción previa, pues, o bien nunca tuvo dicha convicción, sino que por pereza siguió una moda, o bien posee una ambición material mayor que sus convicciones y consigue cambiarlas por un puñado de lentejas.
Esto viene a cuento porque si No Sólo de Pan vivimos, hemos vivido (o sobrevivido) de las convicciones construidas con el ejercicio de la mano que ha ido desarrollando el cerebro, tanto en nosotros como especie como en cada individuo, siendo la coherencia entre el pensar y el hacer, mutuamente retroalimentados, un proceso irreversible. Es decir, que no podemos dejar de saber lo que ya sabemos, aunque sí podemos negarlo a sabiendas, con una mentira consciente; es decir, mediante un acto responsable.
En otras palabras, la negación de convicciones de juventud, amparados en una supuesta madurez de orden superior por pura cronología, corresponde al cambio de intereses personales, no al cambio de la realidad, que, al contrario, en este caso se va degradando con nuestra anuencia.
Nunca Latinoamérica tuvo una mayor desigualdad social: concentración de riquezas inimaginables y extensión de la miseria humana más integral y profunda. Ni siquiera en los siglos de la colonia ibérica. La generación del 68 mexicano, hoy en gran parte encumbrada por las oleadas de la política (que no de las luchas sociales), renunció a sus convicciones con el cinismo de quien niega que el sol sale por el oriente porque decide verlo sólo cuando llega al poniente, ¡y para colmo proclama su nueva convicción como verdad universal! Algo así como jurar que la ciencia matemática ha cambiado y ahora dos más dos ya no son cuatro.