La otra tarde, en la Feria del Libro del Zócalo, le escuché a Armando Bartra una frase que origina este texto: “Tenemos una izquierda de resistencia pero no una de construcción”. La idea tiene que ver con que los movimientos sociales, para ser “verdaderos”, deben cumplir con una prescripción de lo que deberían ser: contra el Estado y el poder porque son sólo coerción; a favor de una ficción comunal que antecede cualquier idea de lo político. Sigue siendo válida la crítica que Michel Focault le hacía a la izquierda que, en vez de practicar un tipo distinto de política, se medía ella misma con su relación de conformidad con un texto y sus interpretaciones. Durante siglo y medio, la idea de “lo revolucionario” fue externa a la política misma y servía para medir hasta a las artes. Nunca hubo una mirada de lo que sucedería después del acontecimiento de ruptura, es decir, cómo se instituía un nuevo arte de gobernar porque eso se hace en el ejercicio del poder y la política, y la “verdadera” izquierda sólo resiste. Cuando vino la ruptura, la izquierda y la derecha coincidieron en no poder verla, ya no se diga entenderla.
Como en 1988, el de 2018 fue un movimiento social que no siguió la prescripción de lo “verdadero”: fue por las urnas, se constituyó a través de un liderazgo político que durante décadas hizo públicos los conflictos de los excluidos con los privilegiados, y construyó un discurso del “pueblo” para inscribirse en la patria, la democracia y el Estado. Este movimiento, el obradorismo, es un conjunto de demandas articuladas en el tronco común de la desigualdad y la lucha contra la corrupción. En toda la República, diversas organizaciones fueron equiparando sus diferencias en ese discurso y se autonombraron con el segundo apellido del líder que crearon. La derecha usaría, desde entonces, el primer apellido, López, para despreciarlo como persona, sin darse cuenta que ese menosprecio era justo la identidad de sus creadores colectivos. “No me pertenezco” enuncia de forma clara la conciencia que el líder tiene de ser resultado de un movimiento contra el privilegio y por la inclusión. Para llevarlo a la presidencia, el movimiento había optado por el sufragio y la esperanza de que, desde ahí, pudiera subvertirse al país donde la única soberanía era de las élites.
Ha transcurrido medio sexenio y el lopezobradorismo ha creado instituciones. Los programas sociales organizados como derechos constitucionales han instaurado un vínculo entre muchas organizaciones y el Estado. Lo que la derecha desprecia como “clientelar” y un autoritarismo sin contrapesos, la izquierda “verdadera” lo ve como una captura de las fuerzas emancipadoras en la lógica del Estado y el capitalismo. Lo que sí sucede es la irrupción de millones en la política. Ese cambio de mentalidad –las actitudes profundas y conductas de respuesta– señala el conflicto de forma pública en su relación con el tronco común de las demandas: el privilegio obtenido por la corrupción. No es pensable que regresen, por ejemplo, las condonaciones de impuestos, los sobornos en el legislativo o la respetabilidad de los dueños de las empresas fantasmas. ¿Es poco para las esperanzas depositadas en el obradorismo? Digo la obviedad: entre un proceso instituyente y uno instituido siempre habrá una pérdida. Eso se debe al exceso que existe en toda denominación política: el pueblo, la democracia, la igualdad. Todas esas palabras contienen una abundancia de significado que, a la hora de conformarse en instituciones, dejan de manifiesto la insuficiencia del tiempo, la naturaleza de los seres humanos y la fortuna con su cauda de contingencias. Es más, cada una de esas palabras contiene en su seno la ausencia que somos por el solo hecho de desear. Pero también da cuenta de la posibilidad que tenemos de construir en torno a un vacío.
Lo que ha sucedido en estos años es crucial: de una falta, se ha construido un discurso que articula la desigualdad como políticamente pensable, y a un “pueblo”, es decir, una república plebeya en el seno del neoliberalismo más corrupto, desdeñoso y acrítico. No es una comunidad ideal cuya administración pudiera recaer en personas que saben lo que es bueno. Es la expresión pública de nuestros conflictos y antagonismos. No es poco en un país que vivió bajo el yugo de la “paz y estabilidad”, el “milagro mexicano” y la despolitización neoliberal que logró que la élite económica creara el derecho público. Se trata de pasar de ese sujeto obediente del priísmo y del empresario de sí mismo, abandonado a sus propias fuerzas del neoliberalismo, a un ser político que reclama decisiones colectivas. Por eso, asusta, no el regreso de las palabras “pueblo”, “soberanía”, “Estado”, sino su uso por la plebe; la construcción de lo social desde lo político, el cambio de lugar en una relación de dominio. Se le adjudica al líder toda decisión pero, ¿no es que ahora las decisiones de siempre, tomadas por los expertos en la oscuridad, se hacen explícitas? ¿No hay irrupciones del movimiento social dentro de las instituciones? ¿O seguiremos con la creencia de que existe algo afuera de las decisiones políticas como la neutralidad liberal de las instituciones, la eficacia tecnocrática del mercado o la armonía de las singularidades del autonomismo comunitario?
Lo que ha sucedido no puede reducirse a un acontecimiento ni a una estrategia política. Lo que estamos viviendo es la irrupción de los excluidos al ámbito de la política y eso no se detiene con facilidad. Seguir pensando que existe una pureza en los movimientos sociales que no se inscriben en los derechos que expresan esa irrupción, es seguir pensando que lo contrario del Estado es la sociedad. Y no lo es. Al menos en el caso mexicano, es la Iglesia, en cualquiera de sus metamorfosis.