Mario Lavista (1943-2021) no fue sólo un enorme compositor; fue un músico completo, en toda la extensión del término. Escribía música, tocaba el piano, enseñaba música, escribía sobre música, improvisaba música, divulgaba la música. Y, sobre todo, compartía la música.
Mario Lavista nunca me dio una clase. Pero fue mi mejor maestro. Mucho de lo que sé de música (y mucho de lo que gozo en la música) lo aprendí de él. Escuchar su música, escucharlo hablar de su música y de toda la música, escuchar música con él, descubrir música nueva bajo su guía, fue siempre una combinación ideal de placer y aprendizaje. Nadie como él para contagiar a los demás su entusiasmo y amor por sus músicos tutelares: Machaut, Monteverdi, Mozart, Debussy, Ravel, Bartók, Stravinski, Revueltas, Cage, Chávez y tantos otros. Nuestro entorno musical está profusamente poblado de quienes sí fueron sus alumnos formales; ellas y ellos son una parte fundamental de su legado, y testimonio vivo de su benéfica, profunda y duradera influencia. Y Mario Lavista fue, ante todo, un amigo entrañable, cercano, leal y solidario a toda prueba, como son los amigos verdaderos, en las buenas y en las malas.
En su ausencia, que es profunda y dolorosa, quedan los ecos potentes y la impronta imborrable de la cornucopia que es, y será, su obra: los inquietantes y cíclicos misterios de Ficciones; el dolor inacabable del sátiro torturado de Marsias; la lúdica hiperactividad de Madrigal; la vaporosa fantasmagoría de su ópera Aura; los evanescentes polvos sonoros de Reflejos de la noche; la modernidad medievalista de la Danza isorrítmica; la engañosa y traviesa sencillez conceptual de Cluster; el rico y sutil entramado tímbrico de Mater Dolorosa; el inexorable rigor intelectual de Correspondencias (escrita en colaboración con Gerhart Muench); la cristalina transparencia de sus breves piezas para caja de música. A título muy personal, destaco entre su amplia y variada obra el poderoso, evocativo y refinado soundtrack que compuso para el filme Cabeza de Vaca, de su amigo Nicolás Echevarría.
Lavista solía comentar (y lamentar) que, en una proporción mayoritaria, la música contemporánea había perdido su expresividad. Después de haber explorado algunos ismos y vanguardias propios de su tiempo, el compositor encontró su lenguaje personal maduro, en el que el rigor intelectual no sólo no está reñido, sino que va de la mano con esa expresividad que buscó y logró, y que es uno de sus sellos característicos. Por ello, su música es a la vez un reto para la mente y un gozo para el alma, como lo es, finalmente, toda gran música. Estoy cierto de que esta combinación es en buena medida resultado del hecho de que Mario Lavista fue un gran lector, conocedor y amante de la poesía; él no concebía la vida sin poesía, y terminó por ser él mismo un elegante poeta sonoro.
Mario Lavista fue un honesto creyente, no de dientes para afuera, sino desde el fondo de su espíritu. Compuso poca música litúrgica (ahí está su Misa breve a Nuestra Señora del Consuelo), pero creó numerosas obras de aliento religioso que son, por así, decirlo, liturgias personales, rituales íntimos que concibió para sí mismo y para sus allegados.
A lo largo de los años, fue perdiendo a amigos, colegas, maestros cercanos a su corazón; para varios de ellos (para sus almas) creó obras luctuosas de contenida y concentrada emotividad: Raúl Lavista, Gerhart Muench, Rodolfo Halffter, Luis Ignacio Helguera, Eugenio Toussaint. Además de estas déplorations individuales, personalizadas, Lavista compuso una más amplia y general, su Réquiem de Tlatelolco. Muchas veces, él se ocupó de crear música para el tránsito de otros; ahora, ¿quién escribirá un Réquiem para él? Yo lo haría, si supiera cómo...
Adiós, músico. Adiós, maestro. Adiós, amigo. Hoy me siento un poco más huérfano.