Su principal aprendizaje al lado de su maestro Carlos Chávez, su gran amor por los instrumentos y su época con el cabello largo y fumando mota fueron temas de una extensa entrevista con el recién fallecido compositor Mario Lavista, publicada por La Jornada el 3 abril de 2003 con motivo de su cumpleaños 60. Presentamos aquí algunos fragmentos.
–¿Hasta qué punto el afán de innovar es una de sus obsesiones?
–La música siempre habla de lo mismo. Hasta ahora no sé que se haya descubierto un sentimiento nuevo. Sólo hay unos cuantos sentimientos: el amor, el odio, los celos; los músicos, al igual que todo artista, han hablado de lo mismo. Borges decía que después de Shakespeare todos éramos plagiarios, porque el poeta inglés lo dijo todo. Sin embargo, aclaraba que la diferencia está en la voz propia, en el estilo.
–Sin embargo, usted sí tiene constantes.
–Una de las principales es el gran amor por los instrumentos, la relación que he tratado de establecer con los de origen tradicional. Es maravilloso que un instrumento como la flauta o el clarinete, con siglos de existencia, puedan todavía adaptarse a mis necesidades musicales, a mi gramática y sintaxis, ajenas a las que existían cuando esos instrumentos fueron creados. Una de las constantes de mi pensamiento musical, pues, consiste en tratar profundamente al instrumento para ver qué es lo que aún puede ofrecerme.
–¿Cuál fue la principal huella que dejó en usted el taller de Carlos Chávez?
–Chávez creía mucho en la técnica de lo que en pintura sería el dibujo de imitación; así, el taller consistía en componer al estilo de los clásicos, como Mozart, Schubert, Chopin, Strauss, Debussy. Lo positivo de esto era, por una parte, que uno conocía profundamente a cada autor y cada época, y, por otra, al escribir tanta música al estilo de esos grandes, uno comenzaba a dominar el idioma musical y a adquirir gran oficio.
“Chávez, Revueltas y Ponce son los compositores más grandes del siglo XX mexicano. Del primero, siempre me sorprendió su gran capacidad de trabajo. No he conocido hasta ahora alguien que lo iguale. Trabajaba entre 13 y 15 horas diarias sin importar si era sábado o domingo. Entonces, con esa naturaleza, nos inculcó rigor y disciplina para trabajar efectivamente todos los días, para que la música se convirtiera en lo que es, una forma de vida y no sólo una profesión en la que se debe cumplir cierto horario.”
–Se hizo músico en el auge del rock, ¿cuál fue su relación con ese movimiento cultural?
–Durante los años 60 viví la impugnación del sistema, absoluta y totalmente, de una manera tan frívola como un joven que se deja el cabello largo y fuma mota; era inevitable. También lo viví en mi relación con el fenómeno musical, que era básicamente el que nos unía a todos, y nos sigue uniendo. En 1968 me encontraba en París, becado.
“Por generación, me tocaron los Beatles, los Rolling Stones, que me parecen fantásticos; mi relación con el rock ha sido siempre de lo mejor. Los Beatles escribieron canciones cuya vigencia nunca fenecerá, como no sucederá con las de Gershwin ni algunas de los Rolling Stones. Su facilidad melódica los coloca al lado de los grandes autores de música clásica, como Schubert, Schumann, Brahms. Son canciones que siempre serán escuchadas por la humanidad. Lo mismo pienso del jazz.
“Mi respeto y fervor por los instrumentos es algo que debo, entre otros, a Jimmy Hendrix, Miles Davis, Charlie Parker, Louis Armstrong y Ray Brown. Por medio de ellos aprendí que los instrumentos todavía pueden ofrecer cosas fantásticas que eran inéditas en la música clásica.
“La gran lección, entonces, ha sido del rock y del jazz. Por eso mi relación con esas músicas es de primera. No hay para mí ningún prejuicio. Lo tengo, sí, para la música comercial, ésa que está hecha sólo para ser consumida. No sé si sea prejuicio u otra cosa, pero me siento inconforme con esa tendencia surgida en el posmodernismo de que las personas consideran inexistentes las barreras entre un género y otro.”