El compositor Mario Lavista pasa a la historia como el gran constructor de la cultura musical contemporánea de México: formó a mujeres compositoras, creó instituciones culturales insólitas, entre ellas la revista Pauta, que era en realidad una serie voluminosa de libros de música y poesía, así como grupos musicales de verdadera vanguardia, como Da Capo, con Leonora Saavedra, y la complicidad de Ignacio Toscano. Hizo de su Taller de Composición un referente mundial y, sobre todo, formó a escuchas profesionales.
Después de Carlos Chávez, Silvestre Revueltas y Eduardo Mata, el nombre de Mario Lavista se coloca al frente de la conformación de la patria musical.
Como compositor, se ubica al lado de John Cage, Morton Feldman, Igor Stravinsky, Claude Debussy, entre otros pensadores revolucionarios, algunos de ellos sus amigos, sus interlocutores.
Interlocución, esa cualidad también define a Lavista: dije que formó escuchas profesionales, me cuento entre ellos. Un escucha profesional natural es un músico, que escucha a sus compañeros de fila en una orquesta sinfónica o compañeros de silla en un grupo de cámara. Un compositor es un escucha profesional natural.
Un escucha profesional es también aquel que escribe sobre música luego de leer muchos libros de poesía, novelas, compendios, fuentes naturales que dotan de conocimiento de causa a quien escribe, pero, sobre todo, recibí esas lecciones de mi maestro Mario Lavista, quien se sienta a escuchar como un acto sagrado.
Es de esa manera que formó a varias generaciones de escuchas: músicos, compositores, simples melómanos.
Mario Lavista nos enseñó a escuchar música.
Somos legión quienes recibimos de él su sabiduría, su generosidad, su amistad entrañable, su camaradería, su sentido del humor.
Somos legión quienes le debemos buena parte de lo que somos como personas y como profesionales. El día en que me invitó a colaborar en Pauta quedé mudo y sentí lo que sienten quienes reciben un doctorado honoris causa, cum laude.
Somos legión quienes nunca acudimos a sus salones de clase pero sí a su casa y, por teléfono, para recibir sus lecciones, para ser sus alumnos y nunca dejar de ser amigos.
Una de esas ocasiones, para terminar una conversación telefónica de dos horas y media, al despedirse me preguntó: “ese Mozart que estás oyendo, lo toca Mitsuko Uchida, ¿verdad?”. Enmudecí de asombro. Atiné a contestar, tartamudeando: “sí, es Mit-mit-mit-Mitsuko”.
–¡Qué maravilla! –siguió Mario–, esa Sonata 20 le quedó preciosa. Minutos después me llamó un amigo común, su alumno, el poeta y musicólogo Luis Ignacio Helguera. Soltó la carcajada cuando le conté lo que me acababa de pasar con Mario. “No eres el único, a muchos de sus amigos nos pasa a diario; es que Mario, además de cultísimo, tiene oído absoluto”.
La siguiente charla-cátedra con Mario versó, en consecuencia, sobre el oído absoluto, y de ahí pasamos a la sinestesia e intercambiamos colores: “yo escucho magentas, naranja intenso, plúmbago, amarillo y rojo cuando suena Messiaen”, coincidíamos.
Mi tema favorito con él era nuestro amor compartido: Mozart.
Amor compartido, eso define también a Lavista. Su vida es un claro ejemplo de amor incondicional, de amor puro, de amor de luz.
Adiós, amado Mario.