Nuestras universidades, como algunos han afirmado, no son espacios homogéneos. Son espacios de confrontación, de lucha de visiones diversas del ser y del quehacer de la propia universidad, de su relación con su entorno, de su inserción en la dinámica social de la nación.
En ellas hay ejemplos admirables de pensamiento crítico, de generación de conocimiento socialmente relevante, de compromiso con los grandes problemas nacionales y con los sectores más excluidos, de producción científica, tecnológica y artística en la doble vía del nacionalismo y el universalismo.
Pero junto a esa encomiable práctica universitaria, hace varios lustros que se han impuesto una visión y una práctica contraria a la anterior. Un sistema neoliberal de concebir y operar la universidad.
El neoliberalismo, entre otras cosas, es una forma de relación social, una matriz de relaciones sociales. Privilegia el individualismo, el mérito personal sobre el comunitario, los valores ligados al éxito económico o político, la competencia sobre la colaboración, la desvinculación del mundo de las carencias, de los no derechos. Este esquema relacional se ha impuesto en las universidades públicas con diversas coartadas: la productividad, la eficiencia, la competitividad, etcétera. Permea lo laboral, lo académico, lo extraacadémico.
Comenzó por la devaluación de facto del trabajo de docentes e investigadores, no así de los altos funcionarios. Como en los paquetes de ajuste estructural, se pusieron topes salariales tajantes, se estancó, o de plano se revirtió, el poder real del salario. Se amputaron o ni siquiera se reconocieron los derechos de los maestros “de horas sueltas”. Los sindicatos perdieron su fuerza de negociación y la única vía para el mejoramiento de las percepciones fue el mérito individual.
Para complementar el salario, el personal docente tuvo que empezar a hacer “méritos académicos”: acumular puntos por clases impartidas, investigaciones, tutorías, trabajos de administración escolar, publicaciones. El puntismo sentó sus reales y el fantasma de los estímulos empezó a recorrer los campus. Para mejorar sus percepciones, cada año o cuando más cada dos años, maestros tuvieron que empezar a realizar una desaforada carrera por reunir constancias de sus actividades docentes, investigativas o administrativas, publicar en revistas arbitradas, que son pocas y con largas filas de espera. Las actividades extracadémicas, o de relación con la comunidad, o de enriquecimiento de la relación maestro-alumno son las que más sufren por el poco puntaje que aportan para la mejoría de las percepciones. No necesariamente quienes reúnen más puntos realizan mejor trabajo académico: algunos han desarrollado una enorme competencia para llenar formatos, presentar lo mismo con ligeras modificaciones. Por otro lado, hay maestros que prefieren renunciar a dichos estímulos para no verse involucrados en esta lógica malsana.
Las instancias colectivas, como los cuerpos académicos, algunas veces se convierten en mafias que funcionan para asegurar que sus miembros tengan suficientes oportunidades de asegurar puntos para los estímulos o para el SNI: acceso a cátedras, a viajes y foros nacionales e internacionales, a publicaciones. Fuera de esos cenáculos no hay salvación.
Los criterios que validan el trabajo de investigación, sobre todo, se tornan academicistas y elitistas. Las ponencias en foros internacionales “de pares” y las publicaciones en revistas “de alto nivel” priman sobre proyectos de involucramiento en la resolución de problemas sociales. Las publicaciones “científicas” se sobrevalúan y se resta valor a los trabajos de extensión y de divulgación. Se va así constituyendo una campana de cristal académica, autorreferente, poco permeable a los procesos de las comunidades, sobre todo las más excluidas.
Como buena parte del ingreso de los académicos depende de los estímulos y de su participación en el SNI, buscan posponer su jubilación lo más que pueden para no quedarse con el “sueldito pelón”, como muchos dicen. Se da así una gran longevidad académica en detrimento de las generaciones, que están tocando la puerta por tener acceso a una plaza. No hay mecanismos que ofrezcan jubilaciones dignas y aseguren formas de participación y de aporte a quienes se retiran para que se abran más lugares a los jóvenes.
Más allá de que la ideología neoliberal se transmita o se enseñe en las aulas, el sistema universitario es en sí mismo todo un mensaje neoliberal: lo que vale es el éxito individual, la sumisión irrestricta a los protocolos y criterios impuestos por la autoridad, la “excelencia” académica, la vinculación rentable con el “sector productivo” que atraiga recursos para la universidad, no necesariamente con los excluidos. Los gobiernos neoliberales asfixiaron la educación superior creando instancias artificiales de “acreditación”, mismas que han operado para volver el trabajo académico estéril socialmente hablando. Se van destruyendo comunidades y solidaridades.
Hasta ahora la lógica de la participación y la organización desde abajo de académicos conscientes, de formas de relación con los sectores excluidos, no ha podido revertir la imposición cotidiana de este sistema neoliberal en nuestras universidades públicas. No depende sólo de ellos. Se requiere un manotazo en el escritorio por las autoridades para terminarlo. Pero, sobre todo, se requiere un debate nacional amplio, abierto, donde se pueda discutir e ir construyendo consensos sobre lo que puede ser la universidad posneoliberal.