Ocho relatos traspasados por la densa neblina de la memoria componen el nuevo libro en español de Haruki Murakami. En 288 páginas, asistimos a los recuerdos de infancia, adolescencia y juventud del narrador, quien mezcla autobiografía con ficción y sus temas favoritos, incluida la música. Con autorización de Editorial Planeta, publicamos un fragmento
Áspera piedra, fría almohada
Pese a ser la protagonista de la historia que me dispongo a narrar a continuación, no hay mucho que pueda contarles de aquella mujer de quien incluso he olvidado su rostro y su nombre, y de la que, no obstante, confío en que haya hecho lo propio conmigo.
Cuando la conocí, yo todavía me encontraba cursando segundo en la universidad y no había cumplido aún 20 años, mientras ella debía de tener veintitantos. El azar nos llevó a coincidir mientras trabajábamos en el mismo turno de uno de esos empleos a tiempo parcial, y a que nos conociéramos allí, y las insondables chanzas del destino quisieron que pasáramos una noche juntos y que no volviéramos a vernos.
A mis 19 años, no sabía nada de los asuntos del corazón, ni del mío ni, por supuesto, del de los demás, y aunque de vez en cuando me veía sorprendido y zarandeado por los bandazos de la tristeza y la alegría, todavía era incapaz de entender que, entre ambos extremos, podía desplegarse todo un abanico de estados intermedios, lo cual me desconcertaba a menudo y me desanimaba bastante.
Pero hablaré de ella.
Los únicos detalles biográficos que conozco son que escribía tankas, es decir, poemas de métrica clásica japonesa, y que había publicado un poemario. Nada más. Y lo de publicado es un decir, porque lo cierto es que todo, desde la encuadernación realizada con hilo burdo de cometa hasta la impresión de sus páginas y su precaria cubierta, parecía haber corrido por cuenta propia. Lo llamativo del asunto es que un buen número de aquellas tankas se me quedaron profundamente grabadas en la mente, e incluso diría que en el corazón, y nunca he llegado a olvidarlas pese al paso de los años; tankas de amor y de muerte en las que se rechazaba la separación nominal de ambos conceptos.
Un largo trecho / se interpone entre ambos, / mar [infinito. ¿Fue acaso sensato / volar hasta Júpiter?
Áspera piedra, / en ti mi sien apoyo, / fría almohada, y el flujo palpitante / de mi sangre escucho.
Yacíamos ambos desnudos en la cama cuando ella me preguntó:
–¿Te molestaría que dijera el nombre de otro chico en el momento de correrme?
–No –repliqué. Mi sencilla respuesta no venía avalada por ninguna experiencia anterior en semejante tipo de excentricidades, pero, mientras no se tratara más que de eso, pensé que podría tolerarlo. Al fin y al cabo, sería tan sólo un nombre, una palabra. Y una palabra no tenía por qué cambiar nada de lo que, en principio, iba a suceder entre ella y yo.
–Puede que –aclaró con cierta reticencia– no me limite sólo a decirlo, sino que lo grite.
–¿Estás bromeando? –exclamé de inmediato, con disgusto. Mi apartamento se hallaba en un vetusto edificio de madera de paredes tan finas y endebles como papel de pergamino, de manera que todo lo que superara un irrisorio grado de volumen sonoro se oiría con perfecta y nítida claridad en el piso de al lado.
–Bien, pues morderé una toalla cuando llegue el fatídico momento, ¿qué te parece? –propuso resuelta.
Seleccioné la toalla más presentable y en mejor estado del cuarto de baño y la dejé junto a la almohada.
–¿Servirá? –pregunté. Ella tomó la toalla y la mordió varias veces con concienzuda fruición, cual yegua que cierra sus quijadas sobre el bocado. Asintió con la cabeza en claro gesto de aprobación.
Un fortuito encadenamiento de hechos nos había llevado a aquella pintoresca situación, en la que ambos desnudos en la cama comprobábamos la validez de determinada toalla cuya función era ahogar un grito orgásmico. Por mi parte, no había nada premeditado, como tampoco creo que lo hubiera por parte de ella. Llevábamos medio mes trabajando juntos aquel invierno en un restaurante italiano de poca monta en Yotsuya, pero en puestos algo separados –yo fregando platos o como ayudante de cocina, según fuera menester, y ella como camarera– y apenas habíamos tenido la oportunidad de charlar con cierto sosiego. Ella era la única allí que no compaginaba el empleo a tiempo parcial con los estudios universitarios, y tal vez por esa razón era, entre todos los empleados, quien se tomaba las cosas con más tranquilidad e indolencia.
Había decidido dejar el trabajo a mediados de diciembre y, cierto día próximo a la fecha señalada, nos juntamos unos cuantos jóvenes empleados para ir a tomar algo a un bar cercano. Nada particularmente ceremonioso, tan sólo una agradable reunión entre conocidos regada con cerveza de barril y aderezada con algo para picar, a modo de despedida. Entre los numerosos temas de conversación informal que surgieron durante la hora que se alargó aquello, me enteré de que, con anterioridad, había trabajado en una pequeña inmobiliaria y como dependienta en una librería. Por lo visto, en ninguno de los dos empleos había hecho buenas migas con el jefe ni con el encargado. En el restaurante, sin embargo, no había tenido ningún problema de ese tipo, pero el sueldo era tan bajo que apenas le daba para vivir y, pese a sentirse relativamente cómoda allí, no le quedaba más remedio que buscar otro empleo.
Alguno de mis compañeros le preguntó qué nuevo trabajo aspiraba a encontrar.
–El tipo de empleo es lo de menos –replicó ella mientras se frotaba con la yema de los dedos las aletas de la nariz. Tenía a un lado de la nariz, como si fuera una pequeña constelación, dos lunares coquetos. –No espero nada de ninguno.
Yo vivía por aquel entonces en el barrio de Asagaya y ella en la ciudad periférica de Koganei, de modo que el trayecto más lógico para ambos consistía en coger el metro en la estación de Yotsuya y tomar la línea Chuo. Eran más de las 11 de una desapacible noche, fría y ventosa, cuando por fin nos subimos al metro y no sentamos juntos. El invierno se había recrudecido rauda y sigilosamente, pillando a todo el mundo desprevenido, sin guantes ni bufanda, o complementos similares, que de pronto resultaban imprescindibles. Cerca de Asagawa me puse en pie. Ella alzó la cabeza y, mirándome, dijo con un hilo de voz:
–¿Te importaría que me quedase esta noche en tu casa?
–Supongo que no. Pero ¿por qué?
–Koganei queda todavía bastante lejos –se excusó ella.
–Hay muy poco espacio y no veas el desorden que reina por todos lados –avisé.
–No importa –aseguró, y se agarró a mi brazo.
Y así fue como acabó en mi pequeño y destartalado apartamento. Una vez allí, le ofrecí una lata de cerveza y cogí otra para mí. Bebimos despacio, deleitándonos en el lento discurrir del tiempo. Tras apurar su lata, ella se incorporó y, como un fogonazo ante mi incrédula mirada, se desvistió con absoluta naturalidad y se metió en la cama. Ni corto ni perezoso, decidí desnudarme yo también y, tras apagar la luz, me metí en la cama, entre cuyas sábanas nos abrazamos torpemente tratando de entrar en calor. La noche era gélida pese a los esfuerzos de la estufa de gas, cuya pequeña llama apenas iluminaba la habitación. Permanecimos un buen rato en silencio. Aquel repentino e inesperado desarrollo de los acon- tecimientos no nos lo puso fácil para encontrar un tema de conversación que no sonara forzado o postizo. Fuimos entrando en calor y nuestros cuerpos perdieron la rigidez inicial y se fueron relajando, abriendo la vía a un nuevo flujo de sensaciones en la piel. Jamás había imaginado un grado tan intenso de intimidad como el que estaba experimentando. Fue entonces cuando me hizo la pregunta a que me he referido más arriba:
–¿Te molestaría que dijera el nombre de otro chico en el momento de correrme?
–Supongo que se trata de alguien que te gusta, ¿no? –comenté, una vez preparada la toalla.
–Sí, claro que me gusta –admitió con desparpajo–. Muchísimo. Mucho, mucho. No me lo quito de la cabeza. Pero a él no le importo. ¿Qué digo? No sólo no le intereso, sino que está metido hasta la médula en una relación seria con otra persona. Ya ves tú.
–Pero intuyo que os veis de vez en cuando...
–Me llama por teléfono cuando le apetece acostarse conmigo –replicó ella–. Como quien pide comida a domicilio, ¿sabes?
Ante semejante declaración no se me ocurrió qué decir y guardé silencio. Ella deslizó entonces su dedo índice por mi espalda como si trazara las líneas de una figura geométrica o escribiera una palabra.
–Dice que soy fea, pero que mi cuerpo es de cuadro de honor –informó.
No estuve de acuerdo en que fuera fea. Si bien nadie afirmaría que su rostro era de una belleza canónica, el caso es que tampoco se me antojaba especialmente feo. No consigo recordar, sin embargo, detalle alguno de sus rasgos, y me veo, por tanto, incapaz de ofrecer una descripción fidedigna que pudiera ayudar al lector a formarse una imagen de ella.
–¿Y acudes a sus llamadas? –pregunté.
–¿Qué remedio me queda? Ya te he dicho que me gusta mucho –replicó con tono de obviedad–. Además, de vez en cuando me gusta que el calor de un cuerpo masculino me conforte.
Me quedé pensando en sus palabras. No acertaba a entender con exactitud ese tipo de anhelo en una mujer. ¿Cómo era ese sentimiento en concreto al que se refería? Creo que es algo que nunca he llegado a entender, ni siquiera hoy día.
–Enamorarse de alguien es como contraer una enfermedad mental no cubierta por el seguro médico –declaró en un tono plano y monótono, como si leyera un letrero.
–Supongo que tienes razón –convine con honesta admiración.
–Así que, ya sabes, tienes vía libre para pensar en otra mientras lo hacemos –sugirió–. No irás a decirme que no tienes una musa de tus pensamientos, ¿no?
–La tengo.
–Entonces, grita su nombre en el momento del orgasmo –propuso animosa–. Evidentemente, no seré yo quien te reproche que lo hagas.
Consideré la posibilidad, pero no la llevé a cabo. Hicimos el amor y eyaculé en silencio. La relación que había mantenido con la chica de mis pensamientos se había deteriorado por determinada circunstancia y no había vuelto a recuperarla del todo, de modo que gritar apasionadamente su nombre en el momento del clímax se me antojó pueril. Por el contrario, mi compañera de cama se lanzó sin reparo, en caída libre, a un frenético grito que apenas logré sofocar colocándole la toalla entre los dientes justo cuando se disponía a chillar. Por cierto, qué dentadura tan fuerte y compacta la suya. Sería la admiración de los dentistas.
–¿Qué nombre salió de su garganta y quedó amortiguado a duras penas por la toalla? Vuelvo a preguntármelo ahora, y aunque no lo recuerdo con exactitud, sí sé que era de lo más vulgar y corriente; sé que me llamó la atención el hecho de que un nombre tan insulso pudiera albergar para ella una carga de sentido tan potente como para desear gritarlo con todas sus fuer- zas. Sin duda, en las condiciones adecuadas, un simple nombre o una palabra bastan para conmover el corazón humano.
Al día siguiente, tenía una clase a primera hora de la mañana y debía entregar un ensayo para la evaluación del primer cuatrimestre...