Vísperas del Día de Muertos en Mixquic, con los dos volcanes como fondo, sobre un paisaje lacustre, surcado por patos, garzas y una fauna acuática que uno creería extinguida en los valles de Anáhuac y Chalco. Aquí, la gente espera la visita de sus difuntos con las puertas de sus casas abiertas para que los festejados puedan pasar. Un compacto y abigarrado cementerio rodea el templo colonial de San Andrés preciosamente decorado por manos indígenas. El amarillo de los cempasúchiles traza caminos de luz y pétalos, vistiendo los sepulcros viejos y recientes.
Vuelve la fiesta, después de la suspensión del festejo en 2020 a causa de la pandemia que mandó a todos a buen resguardo, y dio mucho de qué hablar y llorar en privado por los nuevos muertos sin velorio. Ahora los vivos salen a celebrarlos finalmente.
El apego a la tierra y los cuerpos que esta guarda determina grandemente al pueblo nahua de Mixquic, en un confín geográfico de la Ciudad de México hacia el suroriente. Alguna vez fue isla del lago de Chalco, cuando estas tierras eran pródigas en agua y sus canales y lagos eran camino, milpa y casa de los pobladores. Para llegar a Mixquic ahora no queda de otra que surcar un rosario abigarrado de pueblos, barrios y colonias de Xochimilco, Milpa Alta y Tláhuac en poder absoluto de carros, autobuses, micros y motos. Los efectos de la urbe llegaron hace mucho, pero no la ciudad en sí. Por algo sigue siendo una de las comunidades con mayor producción de hortalizas para la capital del país.
El pueblo existe desde el siglo VII y fue asiento de distintas lenguas hasta que el reino azteca conquistó y sometió a Mixquic hacia 1430. La llegada de los españoles fue vista por sus habitantes aún de lejos, como ocurrió a otros pueblos y señoríos del sur lacustre. A Hernán Cortes, sus soldados y frailes les tomó unos 10 años hacerles caso después de conquistar y arrasar la gran Tenochtitlan. Eso les dio un respiro al avasallamiento, negociaron pacíficamente con los misioneros y el nuevo reino, lo cual se tradujo en la conservación de tradiciones anteriores a los españoles, tanto en lo agrícola como en lo sagrado, pasadas por el inevitable sincretismo que se construyó en todos los pueblos originarios, pero muy vivas todavía.
La relación particular de Mixquic con la muerte viene de lejos y es muy íntima. Pocos templos católicos actuales tienen un osario al aire libre rodeado por calaveras de piedra volcánica, restos de un antiguo tzompantli. Al centro del bello jardín, con el Iztaccíhuatl de fondo, y poco más allá el Popocatépetl, se erige una escultura prehispánica de la deidad del inframundo y la oscuridad, Mictlantecuhtli, literalmente “Señor de la Tierra de los Muertos”. Rodeado de flores y cactos, el viejo dios no luce tan temible. Al contrario, sirve de anfitrión simbólico para la gran fiesta.
Algunos atribuyen la fama de Mixquic –en particular como escenario del Día de Muertos con celebraciones y “velas” atractivas para el turismo– a una hermosa película mexicana de gran éxito en su tiempo, Yanco (1961), pero que está relativamente olvidada. Viene siendo un caso pionero de la hoy llamada “cultura de la cancelación”, pues los errores políticos de su director, el por demás buen cineasta Servando González, hicieron su obra non grata en el medio cultural y cinematográfico. Es fama que filmó la masacre de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 para la Secretaría de Gobernación, a cargo de su amigo Luis Echeverría Álvarez. Eso lo convirtió, a ojos del gremio y sobre todo de los estudiantes reprimidos, en un cómplice directo de la represión diazordacista. Además, nunca se retractó.
No obstante, Yanco es una obra de arte que nos permite ver la vida y el ambiente lacustres de Mixquic hace 60 años (que podrían ser 200). La lengua es el náhuatl, el lago y los canales aún no son calles ni carreteras. No hay ni rastros de la existencia de la urbe. Siguiendo la estética visual y sonora del primer cine soviético, Yanco tiene el encanto de lo tradicional y vivo. El Día de Muertos es sólo un episodio, aunque de gran fuerza, en una historia dominada por la sensibilidad de un niño y el aura demoniaca que rodea a un violín con dicho nombre misteriosamente escrito, y que el niño de la historia se empeña en aprender a tocar. A orillas de los canales, desde una chinampa, el violín parece tener efectos funestos, hasta son tragados, niño y violín, por un remolino lacustre.
Acá los muertos todavía se celebran sin la fuerte impronta hollywoodense de caras pintadas que le han dado los gobiernos capitalinos, la publicidad comercial y una fridomanía kitsch que se extiende incluso fuera del país. Mixquic representa la tradición auténtica todavía posible.