El Presidente de la República incluyó en el programa de gobierno que lo llevó al poder, el impulso de reformas a las instituciones del Estado. Es normal que tenga una posición política (no académica) sobre la universidad de Estado por antonomasia, la UNAM. La institución, durante décadas, ha presentado resistencias y desconfianza a una reforma de gran calado, a pesar del cambio y la circulación de liderazgos y de élites en la responsabilidad formal de sus tareas.
La globalización neoliberal infligió un enorme daño al mundo e impactó a todas las instituciones. Pero el orbe ha iniciado un proceso irreversible de cambio (aún incierto). Es urgente que las Instituciones de Educación Superior Públicas (IESP) vean su futuro, de cara al cambio iniciado. Es indispensable que la UNAM dé un paso al frente, y comience a preguntarse por su futuro de una forma ampliamente consensuada. Es ineludible, por tanto, que todos aceptemos que la UNAM no es de los universitarios, sino de la nación. En ese caso, pueden ser numerosos los actores interesados en su futuro. Y esta tesis vale para todas las IESP del país.
Si miramos el largo plazo histórico, hallaremos que las reformas de las IESP, en México, en América Latina, han sido originadas tanto por movimientos o decisiones políticas externas (poderes ejecutivos y legislativos), como por movimientos políticos internos (de estudiantes, de académicos o de ambos). Por lo común, los dos tipos de movimientos y decisiones se propusieron reformas de carácter macroinstitucional, vinculadas a la “distribución del poder” (formas de gobierno, participación democrática) y/o la distribución y uso interno de los recursos. No obstante, después de operar reformas de ese alcance, la sustancia de la vida universitaria, la academia, ha quedado intocada. La vida académica tiene lugar en las aulas, en los laboratorios, en los talleres, en las bibliotecas, en las prácticas escolares.
Una reforma universitaria, en el presente, debiera ocuparse de ambas dimensiones de las IESP: la reforma del gobierno universitario, pero también la del nivel microinstitucional: la enseñanza, el aprendizaje, la investigación, el contenido y la forma de las licenciaturas, las especializaciones, las maestrías, los doctorados, tan diferentes según áreas del conocimiento. No todo tiene que ser reformado, la evaluación consensuada debe decidirlo.
La historia política de México ha sido muy adversa para las mayorías. Del excluyente Estado corporativo, transitamos al mil veces más excluyente Estado neoliberal. La formación de las élites políticas ha consistido en la autocreación de grupos cerrados que se han adueñado de las instituciones y las han gestionado como cotos de su propiedad privada. El talante de cada grupo ha sido la desconfianza, la suspicacia, el recelo, con respecto a los demás grupos. Ese mismo clima político se tradujo en el “respeto” y la “tolerancia” de los grupos entre sí, hasta que, por hazañas o artimañas, un grupo pudo desplazar a otro en el timón de cada institución. Hemos visto los poderes metaconstitucionales del presidente, de los que hablaba Jorge Carpizo. Algo semejante ha sucedido en un número indefinido de instituciones: los poderes efectivos de grupos y personajes más allá de las disposiciones legales o reglamentarias.
Ese hecho contundente de la historia del país, plantea una visible dificultad para los reformadores: no puede hacerse a un lado la realidad universal de que en cualquier espacio social, institucional, sindical, o político, que congregue a conjuntos de individuos, se forman de manera natural liderazgos legítimos. Nadie puede pretender hacer una reforma con el propósito de que no haya líderes en una gran diversidad de funciones. Es preciso contar con unas reglas que estimulen la circulación de las élites y que éstas se conduzcan conforme a procedimientos legales con la vigilancia legal y democrática que sea necesaria.
El rector Pablo González Casanova (1970-1972) mantuvo la estructura de gobierno procedente de su antecesor, el rector Javier Barros Sierra, pero creó un órgano que llamó Consejo de la Nueva Universidad. Era su propósito plantear un proyecto de reforma de la UNAM. No pudo ser. Pero puede ser una buena idea para nuestros tiempos. Un instrumento cuyo objetivo sea diseñar el camino a recorrer: una avenida para dar paso a la más extensa deliberación democrática y académica.
Los órganos colegiados de la UNAM tendrían que estar entre los primeros participantes en una instancia así. A partir de ahí sería decisiva la más amplia participación de los universitarios (académicos y estudiantes), de los universitarios egresados, por cuanto también son parte de la UNAM (Reglamento sobre la participación y colaboración de los egresados, artículo tercero), y por los ciudadanos en general.
La UNAM fue el proyecto cultural más importante del siglo XX, en México. En el presente siglo podría alcanzar ese estatus social de máxima relevancia. La UNAM y la nación lo necesitan.