El presidente Biden y el Partido Demócrata estarían pasando por un problema que pondría en peligro su exiguo dominio en la política estadunidense. Después de que en las primeras semanas su gobierno se anotó sucesivos éxitos enmendando los desaseos heredados de su antecesor, Biden tropezó con sus propias decisiones en política migratoria y externa, principalmente. Se sabe que después de la luna de miel que los presidentes gozan cuando llegan a la Casa Blanca, a las pocas semanas enfrentan la realidad y los problemas de un país cuya complejidad es difícil resolver solamente con discursos y buena voluntad. Con ese marco de fondo, la popularidad de la mayoría de los presidentes se erosiona conforme avanzan los primeros meses de su mandato, en ocasiones profundamente, como le sucede hoy a Biden. Según las encuestas, su nivel de aprobación ha caído a 42 por ciento de 57 por ciento con el que llegó a la presidencia (gallup.org).
Tal vez uno de los factores que han determinado esa caída se debe a la forma en que algunos miembros de su partido se han contrapuesto a los planes del presidente en su misión de rescatar al país de la grave crisis económica y social por la que atraviesa. La oposición para aprobar un paquete de medidas, cuyo monto les parece excesivo, coincide con la sempiterna oposición de sus antagonistas republicanos, particularmente cuando se trata de incrementar el gasto en beneficio de las mayorías que dependen de una acción más decisiva del Estado. Esa actitud de un sector minoritario del partido (específicamente dos senadores demócratas) se ha convertido en desconfianza y al parecer a muchos estadunidenses les parece que Biden es incapaz de resolver los problemas que heredó del gobierno anterior.
Se dice, con cierta razón, que la merma en popularidad deviene de sus equivocaciones en política exterior y migratoria. En el primer caso por haber ordenado la salida “precipitada” del ejército de Afganistán. Se olvida que la mayoría de los estadunidenses exigían el regreso de las tropas tan pronto como fuera posible, y que, después de 10 años de ocupación no parecía haber una fecha para que concluyera, entre otras cosas por la incapacidad de las autoridades afganas para gobernar. Solamente los más recalcitrantes promotores de invasiones neocolonialistas –algunos generales que tienden a resolver conflictos por las armas en concierto con las corporaciones que las fabrican– se han opuesto a terminar con esa ocupación.
El segundo caso tiene que ver con la orden para deportar a miles de migrantes, la mayoría haitianos, que acampaban bajo un puente en la frontera con México. El propio Biden matizó esa política al admitir la necesidad de dar asilo a quienes tienen razones para ello. Además, ordenó castigar los elementos de la patrulla fronteriza que actuaron con brutalidad y agredieron a decenas de migrantes.
Vistas en un contexto más amplio, las equivocaciones de la administración Biden en política exterior y migratoria no deberían tener un impacto tan desfavorable en la popularidad del presidente. Está demostrado que la política doméstica es la que tiene mayor impacto en el electorado estadunidense y en particular la económica. La oposición ha sabido explotar los yerros del presidente, lo que ha redundado en la pérdida de su popularidad. Pero, en este caso, los dos senadores moderados –conservadores dirían algunos– de su propio partido han puesto al presidente en una disyuntiva que le será difícil superar.
Por lo pronto, su intención de que se apruebe el paquete de beneficio social con el de infraestructura ya sufrió una merma. La parte de beneficio social fue separada de la propuesta integral y tendrá que esperar a ser aprobada posteriormente. Lo mismo sucedió con la protección al medio ambiente. Esto último es delicado porque el presidente participa en la cumbre del medio ambiente en Escocia y deberá enfrentar preguntas incómodas de los participantes de otras naciones.