El tuit de Claudio X. González Guajardo del pasado 22 de octubre, según el cual la llamada Cuarta Transformación es una “farsa” que “acabará mal, muy mal”, y en el que incitaba a “tomar nota de todos aquellos que, por acción u omisión, alentaron las acciones y hechos de la actual admon. (sic) y lastimaron a México. Que no se olvide quién se puso del lado del autoritarismo populista y destructor”, contiene algo más que una estrategia para generar odio y miedo diseñada por expertos en mercadotecnia política conocedores de las viejas recetas del fascismo; expresa el adialectismo, la defensa intransigente de los intereses de la clase dominante, pero también la negación de otro orden de libertades, de moral, de racionalidad, que no sean los de la plutocracia, de la que su clan familiar forma parte en México.
Más allá de las connotaciones neofascistas, neomacartistas y neodiazordazistas del tuit, para el líder del proyecto político Sí por México –cuyo brazo electoral tripartidista (PAN/PRI/PRD) es Va por México−, el poder constituye un instrumento de dominación clasista, jamás un mecanismo que encarne la voluntad de la mayoría popular al servicio de unas aspiraciones dictadas por la necesidad histórica. Para la clase dominante −dado que en 2018 Andrés Manuel López Obrador conquistó electoralmente sólo el gobierno−, el poder es la emanación jurídica y soberana de su pura voluntad de mando, que se apoya, en definitiva, sobre la necesidad de sostener unos principios inmutables que justifican cualquier medida que pueda adoptarse en la gobernación del Estado, por monstruosa e impopular que ésta sea. El poder es, pues, un bien familiar en manos de la plutocracia. Para Claudio X. González, la democracia empieza y acaba en el juego de decisiones que competen a la élite a la que pertenece y que está encargada de velar por que una sociedad humana no deje de serlo a mano de ideas que entrañen disolución moral o quebrantamiento de la debida jerarquía piramidal de clase que estructura a la colectividad mexicana.
El larvado proceso de apropiación de la noción sociedad civil por las grandes corporaciones −dirigido a influir en el diseño de políticas públicas para la conservación de sus privilegios, la maximización de ganancias y la propagación de su ideología−, encontró en Claudio X. González un potencial outsider electoral para 2024, ante la notoria ausencia de perfiles políticos sobresalientes en los partidos del Pacto por México.
El llamado “Señor X” es fundador de Mexicanos Primero y Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, que reciben financiamiento de los millonarios Claudio X. González Laporte (su padre y CEO de Kimberly-Clark de México), Joaquín Díez Morodo (Fundación Maelva), el banquero Antonio del Valle Ruiz, Alejandro Ramírez Magaña (Cinépolis) y Eduardo Tricio Haro (Grupo Lala), entre otros. Y también, vía la embajada estadunidense en México, de la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID) y la Fundación Nacional para la Democracia (National Endowment for Democracy, NED), consideradas ambas tapaderas para las acciones subversivas y las políticas de “cambio de régimen” de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
La historia está llena de pogromos, genocidios y masacres. En esa perspectiva, el llamado de González Guajardo, de conformar una lista negra con los 30 millones que votaron por AMLO, cobra potencial peligro. A la sazón, el Partido Acción Nacional, que integra la coalición liderada por González Guajardo, mantiene nexos estrechos con la ultraderecha española, encarnada en sendas organizaciones de origen neofranquista: el Partido Popular y Vox.
Conviene recordar, que, apoyado por Hitler y Mussolini, el dictador Francisco Franco convirtió a la desmemoriada España en un país con 2 mil 500 fosas comunes (como el México de Felipe Calderón). Los sucesores de Franco, caudillo “por obra y gracia de Dios”, arguyen que la sublevación armada contra el gobierno democrático y constitucional de la segunda república española fue una forma de “rebelarse contra esa tiranía que se iba a imponer”.
Tres meses antes de la sublevación, en abril de 1936, el general golpista Emilio Mola dictó órdenes secretas a sus compañeros de rebelión, según las cuales “la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo […] aplicando castigos ejemplares […] para estrangular movimientos de rebeldía o huelga”. “Eliminar los elementos izquierdistas: comunistas, anarquistas, sindicalistas, masones.” Los crímenes de Franco, pues, no fueron una reacción a la violencia del “bando republicano”, sino una estrategia de exterminio premeditada. Para los fascistas, los “rojos” no eran personas. ¿Saldo? 300 mil muertos. De ellos, 150 mil hombres y mujeres fueron asesinados por motivos ideológicos. Y en la actualidad más de 100 mil personas continúan desaparecidas, entre ellas, el poeta Federico García Lorca.
La España franquista −incluidas las matanzas de civiles de La Desbandá y Guernica− fue el laboratorio del régimen nazi que derivaría en el Holocausto. Seguirían las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki por Estados Unidos y el napalm en Vietnam. En 1965, con apoyo de Inglaterra, la CIA ejecutaría el Plan Yakarta financiado por la Fundación Ford, que culminó con el exterminio de 3 millones de simpatizantes del Partido Comunista de Indonesia (PKI). Eso alentó a las dictaduras de Centro y Sudamérica al aniquilamiento y la desaparición de miles de presuntos subversivos. México tuvo su Tlatelolco en 1968, seguido de la guerra sucia.
En los años 90, la oligarquía colombiana ordenó el genocidio de militantes de la Unión Patriótica (de extracción comunista), que, ejecutado por las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional, paramilitares y narcotraficantes, dejó un saldo de más de 4 mil personas asesinadas, secuestradas o desaparecidas. En 2002, en Venezuela, los fallidos golpistas iban a ejecutar un nuevo Plan Yakarta para eliminar a 2 mil seguidores del presidente Hugo Chávez.
Hoy, nuevas expresiones totalitarias recorren Europa y Latinoamérica: Le Pen (Francia), Orbán (Hungría), Salvini (Italia), Bolsonaro (Brasil), Duque (Colombia), Piñera (Chile). ¿Está blindado México para expresiones como esas?