Chiapas no está al borde del abismo. Ya cayó en él y parece insondable. Tal caída causa inmenso sufrimiento a quienes viven ahí. Su dolor y su rabia expresan a menudo desesperación. No encuentran salida para un predicamento que se nos viene encima en todas partes. Es cínico plantear que debemos aprender en cabeza ajena. Pero la solidaridad con quienes están allá puede ser autoprotección.
Hay ahí historia antigua, siglos de escandalosa opresión. En 1994 algunos chiapanecos decían que el ánimo revolucionario aparecía por fin en Chiapas: con 200 años de retraso el de la revolución francesa, y con casi un siglo el de la mexicana. Para que el zapatismo no se extendiera, por ejemplo, el gobierno repartió tierras sin ton ni son, llenando a los finqueros de dinero y de rencor. La reforma agraria empezó finalmente a implementarse en el Estado.
Décadas de campaña antizapatista del gobierno federal dejaron huellas profundas de corrupción y violencia, consolidando en el poder político y económico del Estado a un grupo irresponsable y criminal, tan racista como abusivo. Lo peor llegó en los últimos tres años, cuando cayeron sobre Chiapas todas las expresiones de las fobias y manías que caracterizan a la actual administración, con una grave descomposición de las bases de la convivencia por la llegada de fuerzas externas: la Guardia Nacional y los cárteles. Son herramientas para administrar la obscena y porosa barrera a la migración masiva desde Centroamérica y para otros fines.
Chiapas es evidencia clara de la desaparición del estado de derecho que abruma al mundo entero. Se usa la ley como garantía de impunidad. Las normas se cumplen al azar y apelar a ellas resulta inútil. Crímenes atroces se cometen continuamente ante la indiferencia o complicidad de las autoridades, la policía y la Guardia Nacional, mientras el sistema de justicia está al servicio del mejor postor.
En Chiapas abundan pruebas de la asociación de grupos criminales con funcionarios de los tres niveles de gobierno, corporaciones privadas y caciques locales. No es posible distinguir el mundo del crimen del de las instituciones. Lo de narcoestado tiene otro sentido. Los cárteles ocupan territorios y esferas de los gobiernos y éstos, por su parte, usan grupos criminales como método de control social. Unos y otros desgarran el tejido social que permitía la convivencia o al menos la supervivencia.
Para organizar el pensamiento y la acción no es posible ya hacer generalizaciones. Los juicios morales y las conclusiones analíticas se vuelven difusos si se expresan en categorías o clases. El caso de los Motonetos, grupos de jóvenes en motoneta que recorren San Cristóbal cometiendo atropellos, es buen ejemplo. Algunos nacieron para proteger a sus barrios de la delincuencia: apresaban a los ladrones y los entregaban a la policía. Al motorizarse, empezaron a ser contratados por autoridades y organizaciones para otros fines. Están formados por indígenas urbanos, lo que implica que fueron sometidos a humillaciones y desprecios desde que nacieron.
Ante la violencia desatada, suena bien predicar la no violencia, recordar aquello de que ojo por ojo nos deja ciegos a todos. ¿Debería condenarse a los grupos de autodefensa, armados para enfrentar a los criminales? O al contrario, ¿debería celebrarse a todos, como opción autónoma de barrios y comunidades, aunque no se sepa bien quiénes están atrás de cada grupo, quiénes los arman, a quiénes sirven?
En el mundo entero se profundiza la mutación de un modo de producción en un modo de despojo, el cual necesita para operar el control y el miedo. Más que organizar producción y consumo para ganancia de unos cuantos, se busca el saqueo continuo y general, lo que exige inevitablemente usar la fuerza.
En medio de confusión, desorden y desconcierto, queda claro que nada puede esperarse de arriba. Es irrelevante el color ideológico de quienes presiden gobiernos y corporaciones. ¿Y abajo? ¿Qué hacer abajo, cuando barrios y comunidades están ya contaminados por todo género de fuerzas y alientos?
No hay respuestas claras. Una de ellas consiste en la construcción de cadenas de confianza, las que se hacen de persona a persona, las que tienen como base la experiencia y el mutuo compromiso, las que se van tejiendo desde la amistad y la interacción directa y personal. Reparan día tras día el tejido social desgarrado.
Cuentan también, decisivamente, los nudos y espacios de comunidades y barrios que lograron mantenerse y florecer, a pesar del horror, y hoy constituyen organizaciones sólidas para emprender desde abajo la reconstrucción. A menudo reflejan años de empeño de organizaciones eclesiales de base o de grupos de otras afiliaciones.
El viaje a Europa de los zapatistas, La Travesía, cobra en estas circunstancias nuevo significado. Las noticias que nos llegan de allá empiezan a ser fuente de esperanza. Han estado escuchando atentamente a la Europa insumisa, a la de abajo, y aprenden de ella lo que se puede hacer hasta en las condiciones más difíciles. Además, tejen con grupos aguerridos y experimentados lazos de solidaridad y ayuda mutua que serán decisivos si las cosas, terribles como son, llegan a empeorar.