I. Espejo oscuro
Rodeada de árboles, aquella laguna era como un secreto, un tesoro escondido, un espejo de azogue para el cielo y las nubes. La imaginación de los niños descubría en sus contornos figuras de animales y, en todas ellas juntas, un zoológico fantástico, trashumante a capricho del viento. Secreto, tesoro, espejo, aquella laguna era también el destino de los paseos dominicales que se prolongaban desde la mañana hasta el atardecer. Durante el día, las carcajadas y las conversaciones de los adultos se mezclaban con la risa y los gritos de los niños que en plena libertad asumían el papel de gambusinos, aventureros, cazadores o capitanes de barcos portentosos: simples hojas, varas, ramas caídas de los árboles guardianes.
Aquel domingo, a plena luz del día, el agua dulce de la laguna se volvió salada a causa del llanto derramado sobre el cuerpo lánguido de la niña que tuvo como última visión su reflejo en el agua. En su honor, desde el 29 de octubre en la ofrenda está escrito su nombre con las fechas que contienen su historia. Junto, hay un ramo de alhelíes para darle la bienvenida y permanece encendida la veladora que señala el lugar donde termina su peregrinación.
Quienes desconocen el trágico episodio y aún visitan el estanque, aseguran que en el espejo de azogue se refleja, luminoso, el rostro de una mujer que conserva en los ojos la inocente mirada de una niña.
II. Cruz
En la habitación flota el intenso aroma del copal. Sobre la mesa cubierta con un mantel blanco está la ofrenda con todo lo necesario para halagar al visitante: en torno a su retrato hay cempasúchiles y celosías, veladoras, panes, dulces, un costalito de tabaco, una botella de aguardiente y platillos tradicionales según viejas recetas que conserva la memoria familiar.
Sólo falta la cruz que ha de formarse con cuatro velas blancas. Representan los puntos cardinales: evitarán que Ciro se extravíe en el camino de regreso a la casa. Su estancia entre los suyos será breve.
Resultaría muy injusto que, después de esperarlo todo el año, desperdiciaran el tiempo de su visita en buscarlo. Además, ¿cómo encontrarlo? ¿Describiéndolo? ¡Imposible! ¿Llamándolo por el nombre que tal vez no recuerde? Sólo quedaría una alternativa: repartir por toda la colonia un volante que dijera: “Se gratificará a quien reporte el paradero de un ánima perdida. Le pertenece a un hombre que nació trastornado de sus facultades mentales”.
A base de paciencia, su familia consiguió que el buen Ciro olvidara algunos malos hábitos –por ejemplo morderse las uñas, robarse la comida de los perros, arrojarles agua a los transeúntes–, pero nunca logró quitarle lo distraído. Perdía cuanto cayera en sus manos y se extraviaba cuando iba a la tienda, a la iglesia, donde tenía el puesto de campanero, o al camposanto. Allí, platicando con los enterradores o con los ángeles custodios de las tumbas, se le iban las horas y se olvidaba del mundo, hasta que una tarde olvidó su obligación de volver al lado de los suyos. Sigue en el camposanto, pero vuelve cada año guiado por el brillo de la cruz hecha con cuatro velas. Si no fuera por eso, quién sabe a dónde se iría el distraído Ciro.
III. Breve estancia
En la ofrenda se reserva el sitio de honor para los abuelos: Marcial y Deodorita. Frente a sus retratos hay un espejo donde se copian sus rostros. Al mirar el reflejo sus deudos recuerdan que el encuentro es sólo una ilusión, que al cabo de unas horas los queridos abuelos retornarán a la quietud, al silencio, y dejarán en la casa nada más el vacío que es su ausencia.
IV. Tan...
En una mesa aparte, bajita, hay platos con agua, trozos de pan, huesos, varias prendas de vestir mordisqueadas, un zapato deshecho, un suéter sin botones y restos de una toalla. Es la ofrenda para Dominico, Farfán y Ladislao: perritos tan queridos, tan buenos compañeros, tan siempre recordados y también muy ladrones.
Crecieron en la casa. Desde algún rincón participaron de las celebraciones familiares. Cuando pequeños, jugaron con los niños; ya mayores, salieron de paseo con los muchachos. Guardaron silencio ante la partida de algún viajero. Lloraron por los muertos y fueron leales a su memoria. Por todo eso y más, este noviembre serán, como en otros años, bien recibidos y halagados con trocitos de carne, huesos. Además, en su ofrenda pondremos un zapato deshecho, un suéter sin botones, los restos de una toalla: productos de sus últimas fechorías. Dominico, Farfán y Ladislao: tan queridos, tan nobles, tan siempre recordados ¡semejantes ladrones!
V. La despedida
El tiempo del encuentro será muy breve, apenas suficiente para compartir anécdotas y algunos de los muchos recuerdos que se guardan. Saldremos a la puerta de la casa a despedirlos, como se hace con todo visitante. Antes de que emprendan su larga caminata les daremos las gracias por su estancia entre nosotros y les pediremos que no olviden regresar. Nos hacen falta. Conversando con ellos el pasado cobra vida, la familia se reconstruye y vuelve a ser numerosa. Después, ya a solas, nos sentaremos en silencio alrededor de la ofrenda. A esas horas, el olor del copal será más tenue y las flores amarillas y moradas empezarán a marchitarse.