Morir durante el virreinato en la Ciudad de México no sólo causaba el dolor de los familiares del difunto, o el gozo de los herederos que, tras el estertor de la muerte de a quien el dinero y la fortuna llegó antes que a ellos, se volvían ricos de un momento a otro, algo que, antes de suceder, era anhelo y tema de conversación zopilotesco y recurrente de juniors barrocos y mirreyes linajudos que fantaseaban con ser sucesores de dinastías fundadas por lejanos ancestros que, a diferencia suya, sí fueron ilustres.
Para entonces, los muertos sepultados eran sólo unos cuantos, los muy distinguidos. Su última morada estaba en el interior de los templos y, cuando los obituarios comenzaron a crecer y el subsuelo de las iglesias a llenarse con los restos de quienes estuvieron y ya no, quedó como única opción ocupar los atrios como cementerio. Esos espacios se volvieron más codiciados que los palacios, y su costo más elevado que el de cualquier metro cuadrado en otra localización. En la Ciudad de México la muerte de quienes no eran ricos o influyentes representó, durante siglos, un serio problema de salud pública.
Como no había dinero ni tierra suficiente para dar sepultura –ya fuera cristiana o no– el destino final de los cuerpos de pobladores comunes era ser amarrados con piedras para no flotar después de que los arrojaran a los canales, acequias, o lagos de la ciudad, por lo que no era extraño, aunque siempre tenebroso, encontrarse con cadáveres en descomposición que, debido a una tormenta o a la simple agitación de las aguas, emergían a la superficie.
Ante esta situación, durante el siglo XVIII el arzobispo –y virrey– Alonso Núñez de Haro, cuya principal preocupación fue la salud –para lo que fundó y protegió hospitales– dispuso la creación de cementerios a las afueras de la Ciudad de México. Consciente de que los cuerpos de los difuntos eran causantes de enfermedades y epidemias, ordenó que los sepulcros estuvieran en lugares elevados y alejados de aquellas aguas que aumentaban su nivel con los muertos que en ellas arrojaban y las lágrimas de las lloronas que los despedían.
Y es que podía o no haber dinero para despedir al difunto, pero lo que no faltaba eran las lloronas, incluso si el muertito no dejaba motivos para que por su ausencia hubiesen sollozos. Desde un té o medio pan, hasta no pocas monedas, costaba conseguir el lamento de una mujer; el monto dependía de qué tan fuerte y mojado fuera el conjunto de lloriqueos y suspiros que profería, y qué tan intenso era el escalofrío que escucharla producía. El ideal es que el lamento fuera lo más parecido al de la Llorona, algo que por más esfuerzos y ensayos nadie logró.
Muchas son las versiones que existen sobre la Llorona, y de ellas todas nos remiten a la misma mujer que se aparece al mismo tiempo en distintos lugares. Si bien ha cambiado con el paso del tiempo debido a que para subsistir tiene que adaptarse a distintas épocas y situaciones, su clamor es el mismo, pues su dolor no mengua sin importar que quienes lo causen vengan de distintas latitudes, ya sea de oriente ultramarino como antes, o de poniente tras lomita como después.
Desde poco antes de que los españoles desembarcaran, primero en Yucatán y luego en Veracruz, comenzó a escucharse entre canales y chinampas el lamento de una mujer que, angustiada, sabía que no encontraba, ni encontraría, paraje alguno para que sus hijos pudieran escapar del funesto destino que les esperaba. Esos gritos eran de Cihuacóatl, madre de nuestros ancestros que emergía de las aguas del lago para advertir a sus hijos de la suerte que correrían con la llegada desde occidente de quienes destruirían su mundo.
Y así fue, entonces la Llorona, ante el cumplimiento de su profecía, cambió su grito de advertencia por uno de lamento con el que hoy continúa su peregrinaje a orillas de los ríos –vivos o entubados– que es aún más escalofriante que el de Cihuacóatl.
Mañana y pasado mañana, aunque sea por unas horas, el grito de la Llorona dará tregua para celebrar la vida al recordar y rendir tributo a nuestros muertos que, aunque ya no veamos, aquí están, ya que con nosotros traemos el cómo ellos vivieron, así como quienes aún no nacen traerán consigo el cómo vivimos nosotros. Será por eso que, como cada año en estas fechas, las luces de los cementerios brillan más que las estrellas, no sólo las vivas, también las que a pesar de llevar muertas miles de años aún siguen con su luz, como nuestros muertos, existiendo con nosotros.