La gran apuesta del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) en este segundo año de pandemia ha sido mantener viva su tradición de hospitalidad y buena organización procurando respetar todos los protocolos sanitarios en momentos en que aún prevalece una enorme incertidumbre sobre lo que la crisis sanitaria depara a la exhibición fílmica y a la actividad cultural en su conjunto. Desde posibles nuevos recortes presupuestales hasta la amenaza de una tercera ola de contagios favorecida por la temporada invernal, aunque mitigada por el avance en las vacunaciones, la persistencia de un buen ánimo en la celebración este año de la 19 edición del Festival Internacional de Cine de Morelia en una modalidad híbrida que claramente privilegia lo presencial (optimismo obliga), vuelve a abrir los canales de discusión e interacción entre público y cineastas que el año pasado se vieron lamentablemente reducidos o de plano interrumpidos. Queda ahora más claro lo que para muchos siempre fue una evidencia: nada remplaza la experiencia sensorial de ver el cine en una pantalla grande, y el cine visto en casa se asume como una cómoda opción más para dicho disfrute, pero no necesariamente la mejor.
Debido a la pandemia el festival de Morelia ha sido este año un festival sin fiestas y sin exceso de alfombras rojas, también sin aglomeraciones, y nada de esto ha sido grave, debido a que el ánimo festivo se trasladó, más depurado, a las expresiones espontáneas que son ahora los contactos físicos a la vez cautelosos y entusiastas, y los abrazos breves, nerviosos, y por ello doblemente intensos. El mejor espectáculo ha sido el gozo de esos rencuentros largamente diferidos y el placer de disfrutar nuevamente el cine como una vivencia colectiva irremplazable. Pareciera incluso que la creación de un nuevo espacio –el viejo teatro Matamoros en pleno centro, reconvertido para la ocasión en una espléndida y moderna sala de cine– contribuye a celebrar esa continuidad presencial recuperada, dándole mayor impulso a uno de los mejores festivales de cine del país.
Celebrado tradicionalmente durante el último trimestre del año, el FICM se distingue por exhibir, en primicia, algunas de las cintas premiadas a lo largo del año en festivales internacionales de primer nivel como Berlín, Cannes, San Sebastián o Venecia, oportunidad que comparte con el Festival de Cine de Toronto, por lo que en el ámbito latinoamericano Morelia se vuelve así otro imprescindible “festival de festivales”. Entre las cintas internacionales destacadas figuran Titane, de Julia Ducournau, ganadora de la Palma de Oro en Cannes este año; Annette, de Léos Carax; La crónica francesa, de Wes Anderson; El poder del perro, de Jane Campion; La mano de Dios, de Paolo Sorrentino; La isla de Bergman, de Mia Hansen Love; La caja, de Lorenzo Vigas; La civil, de Teodora Ana Mihai; Sundown, de Michel Franco, y Memoria, de Apichatpong Weerasethakul. La mayoría de estas películas tienen asegurada su pronta distribución en México, en ocasiones por medio de plataformas digitales como Netflix o MUBI, muy presentes también en este festival.
Lo más relevante, sin embargo, sigue siendo la presencia de películas nacionales en diversas competencias (largometrajes de ficción, documentales, cortometrajes, animación, sección michoacana y foro de los pueblos indígenas), lo cual constituye un buen barómetro para valorar el estado actual del cine mexicano, mismo que a estas alturas de la pandemia muestra, sorprendentemente, venturosos signos de salud y resistencia artística. Siempre es una decisión ingrata, e injusta para los y las cineastas, dedicar en una crónica de festival, por imperativos de espacio, sólo tres o cuatro líneas de comentario crítico a películas que representan un esfuerzo digno de una atención más detenida. Al no tener aún estreno las cintas aludidas, la mayoría de los lectores tampoco tiene la posibilidad de confrontar sus propias opiniones con los análisis propuestos por quienes asisten a los festivales. Cabe entonces sólo mencionar, por el momento y a título de preferencias personales, algunos títulos relevantes. En el terreno del largometraje de ficción: Los minutos negros, de Mario Muñoz; El hoyo en la cerca, de Joaquin del Paso; Nudo mixteco, de Ángeles Cruz; Travesías, de Sergio Flores Thorija, y Una película de policías, de Alonso Ruizpalacios. En largometraje documental: Temporada de campo, de Isabel Vaca; La zozobra, de Pablo Cruz Villalba; Comala, de Gian Cassini; Cruz, de Teresa Camou Guerrero, y Las hostilidades, de M. Sebastián Molina. Celebrar el posible regreso a la normalidad es también aplaudir ahora, una vez más, la formidable resistencia artística del cine mexicano.