Ciudad de México. Los invitados a dar alguna conferencia éramos felices de viajar a Ciudad Juárez o a Tijuana u a otra ciudad fronteriza a la que nos citaba el joven poeta y director de Cultura, Enrique Cortazar. Después de dar la conferencia que él promovía con tal eficacia que los auditorios se llenaban con más de 500 oyentes, muchos de ellos de pie, Sarah, su mujer, ofrecía una cena en su casa a la que asistían estudiosos de literatura, sociología y política mexicana.
Ni José Emilio Pacheco ni Carlos Monsiváis, ni Carlos Fuentes pensaron jamás en rechazar una invitación de Enrique Cortazar, quien contaba con una capacidad organizativa excepcional para lograr que jóvenes oyentes atiborraran una sala de más de 500 butacas. Así, con su solo poder de convocatoria, Enrique Cortazar desmentía el dicho norteño de Vasconcelos de que ahí donde comienza la carne asada termina la civilización.
Aplausos y vítores, invitaciones a desayunar a la mañana siguiente regocijaban a conferenciantes: “No me daba cuenta de cuánto me habían leído”, repetía jubiloso Monsiváis. “Traigan su pasaporte”, aconsejaba Cortazar, porque nos llevaba a San Diego a comprar libros y discos.
Ahora, en su libro Inventario de lugares propicios para la amistad, Enrique Cortazar publica el alegre recuento de esas visitas a Ciudad Juárez y a Tijuana, y lo hace con inteligencia y generosidad. Sus invitados viajamos felices y anhelantes porque la paciencia de Enrique Cortazar aguantó las manías de cada uno y sus más estrambóticas peticiones. La mayoría quería ir de compras al otro lado; Monsiváis y Pacheco, para surtirse de libros y discos. Pacheco se precipitaba sobre los anaqueles de las librerías de San Diego y llenaba su carrito de volúmenes como si estuviera en el súper; Monsiváis se precipitaba sobre los discos. Ambos tenían que comprar otra maleta. Ambos hablaban inglés y José Emilio fue un insuperable traductor del francés.
José Luis Cuevas, quien conquistaba la simpatía de todas las audiencias con sus respuestas originales, compraba también camisas y pantalones ajustados, botas, mocasines y tenis, aunque más de 40 pares esperaran en su ropero.
Carlos Fuentes se hizo gran amigo de Cortazar y le escribió con frecuencia de Europa y de todas las universidades estadunidenses que lo invitaban, ya fuera a dar clases durante cuatro meses o conferencias que lo hicieron recorrer los 40 estados de la unión americana. (Al final de su conferencia el público lo ovacionaba de pie.) Su celebridad y su agenda no le impidieron jamás responder a las miles de invitaciones de Cortazar. Jamás se le hubiera ocurrido rechazar a un amigo que le abrió la frontera entre México y Estados Unidos, lo cual le permitió escribir La frontera de cristal. Fuentes, quien siempre regresaba de giras triunfantes a su casa de San Jerónimo, afirmaba que nada le gustaba tanto como encontrarse con Cortazar porque lo trataba como a un hermano y lo hacía reír.
Aunque Octavio Paz no dio conferencias, también brindó su solidaria amistad a Cortazar y lo felicitó no sólo por su labor cultural, sino por su poesía. “No cabe duda, usted es un poeta”. Le dio excelentes consejos cuando recibió de manos de Cortazar Mi poesía será así, el primer libro del joven norteño. Ya Cortazar había visitado al poeta en Harvard y, después de asistir a una de sus conferencias, Marie Jo lo invitó a tomar té en una de esas tardes que Octavio dedicaba no sólo a sus estudiantes de América Latina, sino también de China.
Al igual que Carlos Fuentes, Octavio Paz se apasionó por la vida de los jóvenes mexicanos en la frontera, las cadenas de maquiladoras, las autopistas de alta velocidad, los recibimientos en campus universitarios que lo aplaudían incluso antes de que iniciara la lectura de un poema. Recuerdo que Paz me preguntó por qué se tildaba a Los Ángeles de “feo”, cuando a él le encantaban sus parques industriales, sus edificios, sus playas vacías y, sobre todo, la respuesta de los estudiantes al más leve de sus haikús.
En cuanto al poeta norteño, Enrique Cortazar sigue dándonos un ejemplo superior de lo que significa la literatura y el pensamiento literario y filosófico en el norte de México. Alto, flaco y guapo, excelente padre de familia, siempre fue un gusto verlo esperándonos a José Emilio, a Monsi o a mí. En la noche, su esposa Sarah invitaba a conferenciantes y a oyentes a una gran cena en su casa. (Hablo en pasado, porque por desgracia ya no nos acompañan ni Octavio, ni José Emilio, ni Monsiváis, ni Sarah.)
–Enrique, ¿tu doctorado en literatura hispanoamericana y española te dio el impulso para dedicarte a la cultura e invitar a tantos mexicanos?
–El Instituto Nacional de Bellas Artes me invitó a ser director del museo estatal y del Consejo Municipal para la Cultura y las Artes. Pude fundar y dirigir el Instituto Chihuahuense de Cultura y el Instituto de México en San Antonio, Texas, hasta 2006. Ahora soy coordinador de actividades culturales (Programa Art-Now) del Instituto Tecnológico de Monterrey, en Ciudad Juárez.
–Tengo entendido que también te premiaron con el premio de creador emérito que otorga el Instituto Chihuahuense de Cultura.
–Desde joven me apasionó la poesía y tuve la suerte de poder enseñarle mi libro a Octavio Paz. Leyó mi pequeño tomo de Mi poesía será así, que publicó Diana en 1977; también Otras cosas y el otoño, Diana, 1979, y Poemas (e)legibles, y elogió ese libro que publicó el gobierno de Chihuahua en 1983. También leyó Mientras llega la claridad, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Le dio risa el título de uno de mis últimos libros: La vida se escribe con mala ortografía (Ediciones de Cultura Popular, publicado en 1987). Siempre fue un hombre generoso y accesible. Siempre quiso ayudar a los jóvenes.
(Enrique Cortazar me mira con simpatía… A cada rato salta su sentido del humor en nuestra plática entusiasta. A diferencia de otros intelectuales, no tiene una idea pomposa de sí mismo. Para él es más fácil reír, abrir ventanas sobre escritores y pintores mexicanos, demostrar con alguna anécdota que no son tan tigres como pretenden. Escucharlo es alcanzar un alto nivel de buen humor. Con razón a los capitalinos les encantó recibir una invitación suya.)
–Hace más de 50 años, aún muy joven, escuché a Carlos Pellicer en la quinta Gameros, en la ciudad de Chihuahua. Exponía con lujo de razones por qué los españoles nos habían traído “su cultura, y no la cultura”. Gracias a él, quise dedicarme a la cultura y me empeñé en invitar más tarde, en 1974, a Ciudad Juárez al mismo Carlos Pellicer, así como a un sinnúmero de escritores y artistas nacionales e internacionales. Primero vino Carlos Monsiváis, en 1977. No sólo fue punta de lanza, sino que regresó varias veces. También vinieron, en 1978, José Emilio Pacheco, y luego Fuentes, en febrero de 1980. Vendrían Cuevas, Paco Ignacio Taibo I, Ángel González, Alejandro Aura, Carlos Montemayor y Rius, Emmanuel Carballo, José Fuentes Mares, María Luisa Mendoza, Renato Leduc, Ernesto Cardenal, Fernando del Paso, Fernando Benítez, el barítono Roberto Bañuelas y la crítica Raquel Tibol, y Horacio Franco con su flauta mágica, toda una pléyade de talentos que acendraron mi amor por las artes y por la amistad.