La casa era una gran calavera blanca azucarada de la que salían múltiples calaveritas de variados colores: naranja, amarillo, rojo y rosa mexicano. La puerta de entrada estaba teñida de flores de cempasúchil; del conjunto florecían más y más flores, una locura de flores.
Flores que cubrían el sótano que se llenaba de las calaveras de los millones de muertos de la Revolución, los homicidios y cada vez más migrantes enloquecidos tratando de llegar a Estados Unidos.
¡No importa! Una Llorona besó mis manos y sí, nos pegábamos bien el uno al otro, sin disponer de otro medio para salir de la soledad, así, nos acoplábamos firmemente sintiéndonos con dos cuerpos, amoldándonos a la intimidad estricta: una misma forma corporal, muslos insinuados en un juego de curvas. Qué belleza, anunció que hablaba de complejidad que se volvía poesía, ángel de mal menor, puerta del infierno, abrir el abanico morado rosado perdido en los campos de terciopelo, tinta de agua trenzada en múltiples lazos amarillos-hierbabuena.
Haciéndonos uno, nos tornamos mexicanos en la casa de las calaveras, en el jardín de los cempasúchiles, en estos días de muertos, en especial de los niños muertos, o en el día de las madres o en el grito de Independencia que recreó Octavio Paz. Uniones que recorren el torrente de los salientes que disuelven el nudo de las aguas profundas en verónicas, revoloteo de la puntita de la entraña de las entrañas. Uno sobre el otro, a vagar por el espacio infernal, adherido a los brazos que juegan a la verónica de canto ranchero. Ir y venir, palpitar de pechos, vértigo alrededor de nosotros, abriendo círculos en el aire; ir y regresar, cantando cantares antiguos, meciéndonos en el viento agrietados por el neblumo que tapa el cielo y lo vuelve infierno al quiebre del ritmo que brilla en la sombra de la noche y parpadea. Calor incandescente con sabor a tequila de la tierra en la noche fúnebre.
Callada soledad de nuestros cuerpos que viajaron de los panteones a las cenizas y evita la melancólica memoria de los muertos traumatizados bajo la copa del pecho velado con el mágico manto del misterioso toreo. Tierna lumbre, rica como ninguna; danza fugaz que vuela al compás de las palmas; ecos presurosos que salivan sobre la piel. Gira, gira y gira el capotillo leve que tiende los brazos como puntas para jugarlas al unísono en el acaricie lento, vibra de la tonalidad exacta de la melodía mexica, sin estridencias, aguda y no chillona, modulada, sensible, que proviene de la capa interior de la piel que es la del canto y el toreo. Toreo sutil y lleno de claroscuros que sirven lo mismo a la poseía que a la muerte. Bajo la capa del arranque de los pechos arrepegados despacio, seguido, lento, muy despacio a la eternidad.