Una original exposición reúne los retratos de una centena de músicos que han iluminado los escenarios con las notas, burbujas chispeantes, del hoy legendario arpegio del rock en México. Desde hace medio siglo, Roberto Hernández F. ha asistido, con su presencia y ayuda, a los conciertos de solistas y grupos musicales en lugares como la Peña del Ángel, en 1973, de donde surgieron sus primeras acuarelas con los grupos On’tá de Cipriano; La Nopalera, con Maru Enríquez, y Un Viejo Amor . Este último, señala Roberto Hernández, antecede al disco mítico y parteaguas del rock mexicano Roberto y Jaime, sesiones con Emilia. Vienen después los retratos de rocanroleros más jóvenes como los de Munazul, las Taylorettes, el Coro Acardenchado, Juan Pablo Villa, los Cabezas de Cera...
Roberto Hernández no se considera un profesional de la pintura. Modesto, se dice aficionado. Sin embargo, desde muy joven dibujaba y pintaba con una maestría que le envidiarían los considerados “artistas” de carrera, las fachadas de iglesias barrocas, sitios prehispánicos, monumentos coloniales. Ingeniero de formación, las construcciones lo apasionaron desde su época de universitario. Apasionado por la música, adicción que comparte con su esposa y cómplice, Magda Flores Peñafiel, adquirió un equipo de audio que ha servido a muchos músicos: intérpretes y a veces también compositores. Beto, como lo llaman sus amigos, transporta el material de sonido en una camioneta que hizo época, pues su carrocería fue pintada por Felipe Ehrenberg.
Gracias al tiempo libre que le dejó el confinamiento debido a la pandemia –trabajaba un día sobre dos como ingeniero–, Roberto agregó unos 70 retratos, entre acuarelas y acuareleables dedicados a músicos, a la treintena que había reunido antes de la terrible epidemia. Esta verdadera colección, memoria y testimonio de medio siglo de la música popular (en el más alto sentido de término “popular”) en México, se expone en el Multiforo Alicia en estos días. La idea de la exposición surgió gracias al interés y la admiración de Ignacio Pineda, cabeza del colectivo del Multiforo Cultural Alicia (avenida Cuauhtémoc 91, colonia Roma), cuya principal actividad es la música y donde se han presentado más de 7 mil grupos en 25 años de existencia.
En homenaje a Jorge H. Velasco García, sociólogo y bajista amigo suyo, autor de un notable análisis titulado “El canto de la tribu”, Roberto decidió llamar su exposición con el mismo nombre. El ensayo, prologado por Carlos Monsiváis, aporta elementos fundamentales para la reflexión sobre la cultura popular del México actual: música y canto que, a partir del movimiento de 1968, constituye una práctica cultural que invita a cantar y bailar con melodías creadas para imaginar que es posible un México libre. Titular su exposición El canto de la tribu es, me dice, “como ilustrar el libro”.
Entre las figuras más representadas están Jaime López y las del movimiento de los Rupestres, momento crucial del rock y cambio decisivo en las letras de las canciones. De música tropical, el Popis Tovar del Banco del Ruido, el gran David Haro y Noé González de Los Cojolites. De jazz: Roberto Aymes y Mark Aanderud.
La cuestión más misteriosa en el trabajo y la obra de Roberto Hernández plantea la relación que podría existir entre la música y la pintura. Cierto, el pintor intenta atrapar el retrato de los músicos, con talento, con fineza, pero se adivina que desearía asir lo inasible, alcanzar lo inalcanzable, plasmar lo imperceptible. Y lo logra, de pronto, durante un instante, en las acuarelas donde el sonido surge ante su visión: se escucha la música de los instrumentos, se oyen las voces de los cantantes, se ven bailar las figuras, la noche brilla con su propia luz, ensordecen los aplausos del público cuando Jaime López agradece con una rodilla en el suelo y una guitarra en la mano. Contemplar las acuarelas de Beto es asistir a un concierto.