Comunidad Cerro Azul, Guat., Lázaro vio con impotencia a su hijo de 17 años emprender camino a Estados Unidos cuando su aldea quedó bajo agua. Dos huracanes arrasaron las siembras de cardamomo de este campesino y de otros miles de indígenas en el norte de Guatemala. Algunos como su hijo Óscar no tuvieron otra opción que emigrar.
Cerro Azul, un caserío de 500 habitantes ubicado al pie de las montañas del departamento de Quiché, vio llegar la desgracia con los ciclones Eta e Iota que, embravecidos por el cambio climático, dejaron unos 200 muertos y gran devastación en Centroamérica entre finales de octubre y comienzos de noviembre de 2020.
Lázaro Yat, indígena maya q’eqchi’ de 42 años, no olvida los días de diluvio cuando se desbordaron las aguas del río Azul que atraviesa el pueblo, anegando caminos, viviendas, sembradíos y pastizales.
“Toda la gente sufrió porque sus cultivos se quedaron bajo del agua”, cuenta a la Afp cerca de donde antes se extendían los fértiles campos verdes de cardamomo, del cual Guatemala es primer productor y exportador mundial.
Donde antes había plantíos ahora hay sólo maleza y árboles secos.
El agua tardó cuatro meses en descender, dejando una estela de putrefacción de plantas y el suelo estéril. Aunque pueda recuperarse, explica Lázaro, el cardamomo tarda de tres a cuatro años en dar frutos.
“Unos se fueron para el norte porque ya no tenían cómo sobrevivir aquí”, lamenta al recordar que varios jóvenes partieron, sin documentos, hacia la frontera con México, situada a unos 120 kilómetros, con la esperanza de llegar a Estados Unidos.
Óscar, el mayor de sus cuatro hijos, era el más cercano y le ayudaba en las tareas del campo. “Se fue por lo mismo: porque nos quedamos sin nada”, cuenta. “Nosotros no queríamos mandarlo, pero decidió irse (...) Se fue y no pudimos hacer nada”.
Salió en febrero y, dos meses después, logró cruzar la frontera estadunidense tras una peligrosa travesía que expone a los migrantes a asesinatos, secuestros, explotación y tortura.
Ya cumplió 18 años y trabaja de panadero en Massachusetts, pero el dinero que envía, dice Lázaro, “es muy poco” porque debe terminar de pagar al coyote que lo llevó hacia el norte esquivando a los agentes de seguridad.
Detrás de Óscar se fueron dos primos de 16 y 17 años. Como ellos, más de un millón de personas se convirtieron en desplazados dentro y fuera de Centroamérica por el impacto de Eta y Iota, según una investigación de la Organización Internacional de Migraciones (OIM).
Para Alex Guerra, director del Instituto de Investigación sobre Cambio Climático de Guatemala, los desastres por el calentamiento global son un creciente “detonante” de la migración irregular en esta región, donde miles –sobre todo salvadoreños, guatemaltecos y hondureños– parten cada año hacia Estados Unidos.
Huyen de la pobreza y la violencia y “el evento climático da el último empujón para que la gente decida migrar”, explica Guerra.
Un informe del Banco Mundial advirtió en septiembre que los efectos del cambio climático podrían provocar la migración de 216 millones de personas para 2050, incluidos 17 millones en América Latina.
Los vecinos de Cerro Azul dicen que en el pasado no ocurrían inundaciones como las provocadas por Eta e Iota, que fueron parte de la temporada de ciclones del Atlántico “más activa de la historia”, según un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).
De las 30 tormentas tropicales de 2020, 13 fueron huracanes, detalla el estudio, lo que muestra el riesgo “que el cambio climático impone” a Centroamérica, amenazado por ciclones y fenómenos como El Niño y La Niña, por tener volcanes activos y por la alta sismicidad de la zona. A esto se suma la enorme desigualdad social, la falta de planificación e infraestructuras en mal estado.
“Hay lugares que se inundan año con año o con más regularidad que antes, tenemos años en los que hay inundaciones y también sequías, y a veces en los mismos lugares”, comenta Guerra.
Los habitantes de Cerro Azul ahora viven con temor de que otro temporal vuelva a inundar su pequeño pueblo de casas de madera y techos de zinc, donde apenas hay una escuela, y al cual se llega tras recorrer unos 325 kilómetros de carretera escarpada y caminos de tierra.
Lázaro mantiene a su familia como puede, sembrando maíz en los cerros donde el agua no alcanzó a llegar. Pero es “muy duro”, confiesa.
A él tampoco le está quedando otra opción: “Creo que el año entrante o este año me voy. Ya no tengo nada aquí. No se puede hacer más”.