Las primeras listas que recuerdo, y en las que me vi involucrado, son las que pasaban en la primaria y la secundaria, las cuales, por cierto, eran algo aburridas. En ellas aparecía entre los últimos por mi apellido. En primero de secundaria me tocó el número 57 (que consideraba el de mi suerte). Después, ya en la preparatoria, en 1961, a raíz de una protesta que organizamos frente al consulado estadunidense en la ciudad de Monterrey por la invasión a Cuba en Playa Girón, me tocó caer en otra lista. Esta vez nada menos que en la famosa Black List, misma que formula el Departamento de Estado de Estados Unidos contra aquellos que considera personas “non gratas” e implicadas en actividades antiestadunidenses. En esa lista nada inocua, que para muchos nos resulta honrosa, me mantuvieron durante 25 años, lapso durante el cual se mantiene el castigo y prohibición para, entre otras cosas, viajar al vecino país del norte.
La última lista en la que involuntariamente caí fue la elaborada por la Secretaría de Gobernación, a través de su temible Federal de Seguridad, por el Movimiento del 68 y gracias a la cual me mantuvieron varios años en prisión.
Ahora, don Claudio X. González, mecenas de la ultraderecha mexicana, nos receta una convocatoria de tufo macarthista, dizque para vigilar a todos aquellos que luchamos y simpatizamos por la transformación y el avance democrático en México y sugiere promover remedos de listas negras. Pues quisiera aprovechar la oportunidad que se me presenta de adherirme a ella; pero ahora sí de manera voluntaria, como ya lo hizo oportunamente la jefa de gobierno Claudia Sheinbaum.
Pero hay de listas a listas. La última que me preocupa, y muy vigente por cierto, es la que pretenden aquellos que promueven una defensa a ultranza de la UNAM. Si acaso, considero que una de las virtudes de las declaraciones del presidente López Obrador es precisamente abrir el debate sobre las universidades públicas que queremos y necesitamos. Se trata que todas ellas, en tanto un bien público y de interés general nacional, deben estar involucradas en los procesos de transformación y democratización que el país requiere, evitando los privilegios y los sueños de considerarse una torre de marfil, prístina, intocable y sin mancha. Como universitario, no debemos rasgarnos las vestiduras, sí en cambio ser autocríticos y reconocer que hay mucho que recomponer y mejorar. Se trata no sólo de la UNAM, sino de todas las instituciones de educación superior y del sistema educativo del país, sin excepción.