Madrid. El escritor nicaragüense Sergio Ramírez explicó por qué la literatura “es un oficio peligroso cuando se enfrenta a las desmesuras del poder de las tiranías”, esas que tienen “rostro de piedra” y les incomodan la verdad, la invención, el humor y la risa. “Las palabras se vuelven tan temibles porque tienen filo, porque desafían, porque no se les puede someter, porque son la expresión misma de la libertad”, afirmó el novelista durante el discurso con el que agradeció la concesión de la medalla del Círculo de Bellas Artes y que España lo acoja para vivir su exilio forzado, andadura que inició hace menos de dos meses.
Ramírez, nacido en Masatepe, Nicaragua, en 1942, fue expulsado de su patria por el régimen de Daniel Ortega, quien fue, hace varias décadas, compañero de la lucha sandinista contra la tiranía de los Somoza. Ahora, ese viejo sandinista que decidió dedicarse sólo a la literatura hace más de 25 años, tuvo que dejar su biblioteca, su casa y sus objetos más personales para iniciar un nuevo camino de la mano de su inseparable esposa, Tulita.
Desde que se giró la orden de aprehensión en su contra, y se prohibió que entrara y se distribuyera en Nicaragua su novela más reciente, Tongolele no sabía bailar (Alfaguara), hace menos de dos meses, Ramírez ha ido poco a poco reflexionando sobre su nueva condición de exiliado. Desplegó toda esa introspección en su discurso del Círculo de Bellas Artes, en el que hizo una vibrante y bella defensa de la lengua, la palabra y la libertad.
“La literatura es un oficio peligroso cuando se enfrenta a las desmesuras del poder, a las tiranías que nunca dejan de sentirse amenazadas por las palabras. El poder, visto de esta manera, como una anomalía recurrente del destino democrático de América Latina, y que se ejerce con crueldades y excesos, tiene rostro de piedra y es contrario a la tolerancia y las verdades, y a la invención y al humor y a la risa, que son cualidades cervantinas”, afirmó.
El precio de imaginar
Después se presentó bajo su nueva condición: “Hablo delante de ustedes como un escritor forzado al exilio y bajo una orden de prisión arbitraria. La misma que ha caído sobre la cabeza de más de 150 de mis compatriotas presos por pensar diferente, por disentir, por hacer valer su derecho de opinar, por creer en la democracia y por defenderla. A mí, además de todo eso, se me ha enjuiciado por mis palabras, por el hecho de escribir, por mostrar la realidad de un país sometido a la violencia de la tiranía y por imaginar. Por crear. La invención también tiene un precio porque a los ojos del poder absoluto la novela se vuelve subversiva”.
De ahí recordó al que es quizás el primer gran escritor exiliado, Ovidio, quien fue desterrado por el emperador Augusto a los confines más inhóspitos del imperio romano en el Mar Negro, donde –según decía él mismo– no había ninguna otra cosa sino frío, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo. Y recordó algunas de las reflexiones de Ovidio durante ese destierro: “Cuando a un escritor se le envía al exilio, la pretensión es convertirlo en un extraño de su propia tierra, de su propia vida, de sus propios recuerdos; como la nave podrida que es devorada por la invisible carcoma, como los acantilados socavados por el agua marina, como el hierro abandonado, atacado por la mordaza y como el libro archivado, devorado por la polilla”.
Más adelante hizo un largo, pero aun así incompleto, recuento de algunos de los grandes escritores latinoamericanos expulsados por tiranías, por dictaduras criminales, por regímenes fascistas que tiñeron de sangre y violencia la región: Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, el dos veces condenado al destierro Rómulo Gallegos, Pablo Neruda, Tito Monterroso, Luis Cardoza y Aragón, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti y Juan Gelman, el mismo que escribió la “canción más triste del desolado exilio”.
Ramírez se sintió parte de esa peculiar y macabra costumbre: “Pertenezco a esa larga tradición de quienes pagan un precio por sus palabras. Dos veces bajo orden de prisión y dos veces obligado al exilio; primero en mi juventud por una dictadura familiar y tantos años después por otra dictadura familiar. La historia mordiéndose siempre la cola en un país desvalido, hermoso y trágico a la vez. Pero hay algo de lo que nadie podrá exiliarme, ni el más tirano de los poderes, y es de mi propia lengua. Porque mi lengua es describir realidades, de crear mundos imaginarios, de inventar universos nuevos; es una lengua que no conoce fronteras”.
Limbo o infierno
Después, Ramírez recordó a dos escritores europeos para explicar otros dos fenómenos similares al exilio, el del autor trasplantado por la mutilación de su lengua, como el caso del checo Milan Kundera, y el del escritor enterrado en vida, el húngaro Sándor Márai, quien murió en el anonimato, con sus libros prohibidos y su obra oculta, enterrada.
Así remató su discurso: “Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sándor Márai o de lo que fue la antigua Checoslovaquia de Milan Kundera; por eso me intriga y me aterra esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras. O la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras o su infierno. Pero yo, con mi lengua, recorro todo un continente, atravieso el mar, y siempre me estarán escuchando. Y si mis libros están prohibidos en Nicaragua, las veredas clandestinas de las redes sociales hacen que lleguen a miles de lectores, igual que pasaba antes con los libros inscritos en las listas negras de la Inquisición, que atravesaban de contrabando las fronteras a lomo de mula o burlaban las aduanas escondidos en barriles de vino, de frutos secos o de tocino. Por eso es que las palabras se vuelven tan temibles, porque tienen filo, porque desafían, porque no se les puede someter, porque son la expresión misma de la libertad”.