El 6 de octubre llegaron al frente de su casa recién rentada y preguntaron por él a unos muchachos que pasaban la tarde en la esquina. Resultó que uno de ellos era el hijo del que buscaban; pronto se dio cuenta que venían armados y reaccionó pidiendo que llamaran a la policía. Los tipos respondieron dándole un cachazo en la cabeza. Los armados huyeron, pero la familia de Arnobis Zapata, por quién iban, encaró la materialización de los mensajes amenazantes que había recibido durante estos últimos tiempos.
Arnobis es un dirigente campesino colombiano de las zonas de reserva y representante de los cocaleros que ha lidiado y denunciado el incumplimiento del gobierno de su país a los compromisos del Acuerdo de Paz sobre el tema de cultivos de coca y reforma rural. Por las amenazas se había desplazado de su pueblo hacia una ciudad con su familia pero, como advierte él, andando por veredas y corregimientos entre campesinos estaba más seguro que en la ciudad.
Después se materializó la impunidad. La fiscalía colombiana casi no recibe su denuncia, la policía encargada de protegerlo no lo cuida, la instancia de seguridad especial no apareció sino hasta mucho después, el carro blindado que le fue asignado no tuvo llantas por un tiempo y a su hijo casi no lo atienden en medicina legal. Su caso lo querían hacer pasar como lesiones personales y no como lo que era: una acción concreta sobre un líder social. Un par de días después su familia tuvo que volver a cambiar de domicilio y él quedó a la espera de resolver los trámites burocráticos porque le niegan nuevas medidas de protección.
Esta hecatombe va bufando detrás de la sonrisa de un presidente que va por desfiles internacionales hablando de los adelantos de su gobierno a “la paz con legalidad”, una trampa primaria para esconder que distorsionaron todos los principios de lo acordado y firmado. El cinismo es grosero. La Procuraduría General de la Nación informó que los cuatro proyectos claves en términos de reforma rural tienen un déficit de 50 por ciento de financiamiento durante los últimos tres años y 90 por ciento de las hectáreas del fondo de tierras para adjudicación no pueden ser concedidas o no se sabe si tienen restricciones.
La impunidad alegra la corrida del presidente. Un ejemplo es lo que ocurre en el expediente de la masacre de Tandil (5 de octubre de 2017), cuando la policía y el ejército asesinaron y desaparecieron a campesinos que protestaban contra la erradicación de cultivos de coca, una acción que era un abierto saboteo del gobierno a los compromisos de los acuerdos de paz. Este expediente pasó de la justicia ordinaria a la penal militar, donde, como la historia muestra y las organizaciones denuncian, está estancada y no se garantiza justicia, verdad ni reparación.
Según Indepaz, entre el 24 de noviembre de 2016 hasta el 19 de abril de 2021 habían asesinado en Colombia a mil 166 líderes sociales y defensores de derechos humanos, es decir, tres personas cada cuatro días. De enero a abril de 2021 se perpetraron 28 masacres y en 2020 habían se habían cometido 91 con 381 víctimas. Otras no entran en contabilidades, de la magnitud de la hecatombe llegan los ecos. Dagoberto Ramos, campesino caficultor de una junta de acción comunal, no aparece desde hace dos meses.
La lidia va a hacerse más sangrienta a medida que se acerca la elección de 16 curules por la paz, una circunscripción especial firmada en los acuerdos de paz en las que serán elegidos representantes de organizaciones de víctimas, de campesinos, ciudadanas y de mujeres, fuera de la política tradicional, por lo menos en el papel.
Mientras tanto, en Estados Unidos se cocinan varias cosas: un proyecto de los demócratas en la Cámara de Representantes que busca limitar el apoyo presupuestal de ese país a Colombia en los rubros de aspersión con glifosato y armamento a la policía. En el Senado ya está el proyecto en borrador, pero aligera los condicionamientos. Mientras tanto, el Comando Sur –como lo muestran sus recientes publicaciones– pasea por Colombia dirigiendo la “guerra contra las drogas”, celebra el compromiso del presidente Iván Duque y ofrece sus servicios para intervenir en la lucha contra la deforestación y la minería. Este mes firmó memorandos de entendimiento por la misma tarea con Ecuador. A diferencia de México –donde se da fin a la Iniciativa Mérida, se sacó a la DEA y a USAID y se abre una discusión sobre la soberanía energética–, en Colombia se relanza la guerra.
Creyentes es un cuento magistral de la ecuatoriana María Fernanda Ampuero (Sacrificios Humanos, 2021) donde insinúa las monstruosidades que observan dos niñas por el agujero de una pared cuando espían a “los creyentes”, dos rubios misioneros extranjeros que rentan un cuartucho en el patio de la casa de su abuela en medio de una huelga transmutada en masacre en las calles de ese pueblo. Los “creyentes” siguen en nuestro patio.
* Doctora en sociología, investigadora del Centro de Pensamiento de la Amazonia Colombiana, AlaOrillaDelRío. Su último libro es Levantados de la selva.