Varios miles de migrantes salieron el sábado pasado de Tapachula, Chiapas, hacia esta capital, tras permanecer varios meses en esa ciudad sin haber conseguido regularizar su estancia en el país. El domingo, los viajeros, entre los que hay numerosas mujeres y niños, debieron enfrentar altas temperaturas en el trayecto y apenas lograron avanzar unas decenas de kilómetros hasta llegar a la localidad chiapaneca de Huehuetán. La mayoría de ellos tiene el objetivo de llegar a territorio estadunidense.
En este nuevo episodio, la intervención de las autoridades se ha limitado hasta ahora a proteger a los migrantes e incluso a brindarles auxilio y la Comisión Nacional de Derechos Humanos dirigió requerimientos a las secretarías de Salud y de Seguridad y Protección Ciudadana, así como a la Guardia Nacional, el Instituto Nacional de Migración, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia, la Procuraduría Federal de protección de Niñas, Niños y Adolescentes y a las secretarías de Gobierno de Chiapas, Tabasco y Oaxaca, para salvaguardar la integridad física de los extranjeros y garantizar ayuda humanitaria para ellos.
La protección de los derechos humanos de los migrantes es sin duda una obligación indeclinable del Estado mexicano y cabe hacer votos porque ese principio se cumpla a cabalidad en la actual circunstancia. Pero es pertinente señalar que esa condición no va a resolver la crisis migratoria en la que se ha visto envuelto nuestro país, pues ésta depende de soluciones que están más allá de las atribuciones del gobierno nacional: por una parte, hay una multiplicidad de condiciones que llevan a miles de personas a abandonar sus lugares de origen y, por el otro, figura el sueño –o el espejismo– de lograr mejores condiciones de vida en Estados Unidos.
Sin embargo, la frontera común entre ese país y el nuestro se mantiene cerrada a la migración y, pese a las promesas electorales de su actual presidente, Joe Biden, no parece estar a la vista una pronta apertura, porque el cambio de rumbo que el demócrata ofreció en materia migratoria –como en muchas otras– se ha visto empantanado en un laberinto judicial y burocrático de solución incierta. En tal circunstancia, es claro que las caravanas migrantes no consiguen más que trasladar la crisis humanitaria que se vive en Tapachula a las ciudades de nuestra frontera norte, además de exponer a sus integrantes a los peligros e incertidumbres de la extensa ruta entre una y otras.
Por otra parte, la presidencia de Andrés Manuel López Obrador ha venido insistiendo ante la Casa Blanca –tanto en la administración de Donald Trump como en la de Biden– que la solución duradera y de fondo a esta complicada situación consiste en atacar de raíz las causas que alientan la emigración en los países del llamado Triángulo Norte de Centroamérica, formado por El Salvador, Guatemala y Honduras, mediante la aplicación en esos países de programas sociales similares a los que se realizan en México, como Sembrando Vida y Construyendo el Futuro, a fin de anclar a las poblaciones susceptibles de emigrar con trabajo y una paulatina mejoría en su nivel de vida y su entorno social. En el momento actual no parece haber más solución que ésta al flujo que constituye el grueso del fenómeno migratorio –en el que se cuentan también personas oriundas de otros países de Centro y Sudamérica y del Caribe, e incluso de otros continentes–. Es preciso, en consecuencia, seguir insistiendo ante el gobierno de Washington para que, si no puede sacar adelante una reforma profunda de su regulación migratoria, otorgue al menos los recursos necesarios para la aplicación de esa propuesta.