Curanderos hermosamente emplumados de cuerpo entero danzan con aspecto temible y ofrecen “limpia o foto” a los transeúntes en la esquina de Catedral, al pie de Enrico Martínez y sus mediciones en bronce de los niveles del agua en tiempos más lacustres. También hay curanderas coronadas con guirnaldas rojas. En el suelo, las ofrendas encopaladas, los objetos místicos, velas, hierbas. Sahúman y limpian, o posan para selfies y retratos, al gusto de las personas. Sirven de real o simbólico comité de bienvenida a la plancha mayor, donde transcurre la Feria Internacional del Libro del Zócalo, abarrotada como si ya hubiera pasado la pandemia.
Lo mejor, como cada año, es el extremo norte de la feria, donde se apiñan las editoriales independientes. La variedad de oferta original, artesanal a veces, posee la magia rica en sorpresas que, con perdón, han perdido los pabellones de las grandes editoras y distribuidoras, convertidos en supermercados de sellos y productos predecibles.
En la feria se entrecruzan personas e historias igual que en el Metro, aunque se presume que la gente aquí lee algo más que celulares. Se suceden montones de presentaciones y lecturas, este año más oficialistas que nunca. Sigue siendo el encuentro libresco más populachero y masivo de una ciudad que se está llenando de vendedores de libros usados y viejos, mientras las grandes librerías se desfiguran o mueren. Surgen preguntas directas sobre la lectura real, su calidad, sus índices, su futuro.
O bien sobre qué poesía se vive, dejando a un lado, de momento, la cuestión de qué-es-y-qué-no-es-poesía. Se considera que en general pocos la leen, sólo los entusiastas y los iniciados. Bien saben los maestros de literatura: la mayoría “no la entiende”, se aburre o se pierde en un soneto, en una metáfora que no sea estridente. Antonio Alatorre, profesor universitario toda su larga vida, escribió: “Todo ser humano es, en potencia, lector de poesía. Basta saber leer”. Lo decía frustrado ante la desatención crónica por la poesía de los estudiantes de literatura, ya no digamos el público lector.
Para empezar, no vende como las novelas, los alegatos de política coyuntural o los clásicos de las diferentes disciplinas humanísticas. Además, el formato libro, según dicen, tiende a desaparecer.
Como quiera, algo pasa con la poesía. Lo que la gente considera “poemas”. Lo visto en la feria contradice convicciones habituales sobre este arte peculiar, reiterativo y barato, pero minoritario. Ya Eduardo Milán ha señalado que ahora cualquiera la “escribe”. Se puede regalar, los poetas oficialmente se mueren de hambre a menos que ganen los premios y las becas que hay por ahí a cada rato. Los jóvenes sobre todo parecen andar en busca de alguna forma de poesía. La zona independiente de la feria abunda en oferta gótica, canábica, historietista, estrambótica. También y sobre todo en modestas editoriales de poesía serias y meritorias, como La Otra, La Cuadrilla de la Langosta, Cascada de Palabras, Bonobos y muchas más. Exploran y arriesgan en sus títulos para poner en alto el nombre de su arte.
De manera notable, existen fenómenos nuevos. Blogueros, youtuberos, influencers y tuiteros con miles o cientos de miles de seguidores, reivindican como poesía lo que “suben”. Ya se dieron en España fuertes discusiones en torno a la premiación literaria a poetas de Instagram o Twitter considerados superficiales y obvios, pero con más lectores que cualquier poeta vivo o muerto. Autores fuera del canon, de la academia, de las antologías y el radar de los especialistas.
Es el caso del regiomontano Quetzal Noah, el “poeta mochilero” que tiene decenas de miles de seguidores que reciben de él una mezcla de autoayuda y pensamiento positivo, descaro bukowskiano, acento cantinero y exabruptos tan soeces como cotidianos dirigidos a los amores que malpagan. La fila en el Zócalo para la firma de sus libros hasta agotar existencias, o de perdis la selfie , supera con creces la concurrencia a la lectura simultánea de Elisa Díaz Castelo, una poeta emergente muy aplaudida en el medio, ganadora de premios nacionales.
El autor de Poemas para leer acompañado de una caguama y “Vida puta vida hermosa”, que fluye en las redes, compareció durante cuatro días, varias horas, en un pequeño módulo independiente. Debió firmar centenares de libros y miles de autógrafos. La fila era incesante y larga. Chavos y chavas que (otra vez el prejuicioso) uno jamás creería lectores de poesía; ni siquiera lectores a secas. Para ellos, el libro de su autor preferido es un objeto de culto, pero la verdadera vivencia de su obra la traen en su teléfono y la comparten estratosféricamente.
En géneros se rompen gustos. En esta sociedad de analfabetas funcionales llevamos décadas de rock y baladas que presumen de ser poéticas. Ahora tenemos los poetas de las redes sociales y sus versos puestos en meme o algo entre aforismo sentimental y frase publicitaria. Las “poesías” ya no se declaman o cantan, se multiplican y consumen.