Con una cariñosa despedida para la inolvidable Montse
Mire, doctor, aquí en este sitio donde estamos platicando, Aura y Joel se despidieron. Mi yerno me abrazó y dijo que se iba de una vez para sacar el coche del estacionamiento. Sé que lo hizo para dejarnos solas y que mi hija y yo pudiéramos despedirnos con calma. Aunque yo estaba al tanto de la situación y había participado en los arreglos, hasta ese momento entendí lo que iba a suceder.
Me sentí angustiada y triste como nunca antes; con decirle que no abrí la boca por temor a pedir que demoráramos el cambio. Comprendí que Aura lo consideraba muy benéfico cuando me dijo:
“No te quedes triste; piensa que estás a punto de empezar una vida nueva y eso, a tu edad, no cualquiera... Imagínate que vas a cumplir tu sueño de tener un cuarto para ti solita y una tele, pero prométeme que no vas a desvelarte viéndola hasta muy noche. Recuerda que no voy a estar cerca para apagarla, como hacía en la casa cuando te quedabas dormida.” Le hice la promesa nada más por cumplir, pero seguía escuchando aquello de no voy a estar contigo. Como no dije nada, ella siguió hablando. “Pero ni creas que tan fácil vas a deshacerte de mí. Todos los domingos vendré y haré lo posible por llamarte a diario; si ves que no lo hago, puedes hablarme cuando se te ofrezca algo, pero que sea en la noche porque ya sabes que regreso tarde del trabajo. Ah, se me olvidaba decirte algo muy importante: si se te descomponen las llaves del agua o si falta agua, llamas a mantenimiento y pides que vaya el plomero. No tienes que pagarle. Si quieres le das una propina y ya con eso. Quédate aquí, voy a preguntarle a la señorita de la recepción si puedo acompañarte hasta el cuarto. Te dieron el número 30 B. Creo que es algo pequeño, pero para ti solita está bien.” Es increíble, doctor, cómo una palabra, una sola, puede hacernos pedazos. Solita.
II
Doctor, no tiene caso que sigamos de pie. Vamos a sentarnos en aquella banca. ¿De qué le estaba hablando? No me diga, no me diga: tengo que acordarme, aunque esta cabeza mía cada vez anda peor. Con decirle que a veces se me olvida si tomé las pastillas o dónde puse las llaves. Doctor, desde el otro día que vino iba decirle que me está ayudando mucho eso de la gimnasia mental que me recomendó –por cierto, si no fuera por usted jamás me habría enterado de que eso existe. Todo el tiempo ejercito mi mente haciendo cuentas, repitiendo alguna recitación o canciones. Antes me sabía muchísimas.
En una panificadora donde trabajé, todo el santo día escuchábamos el radio. Sólo así podíamos aguantar tantas horas en un sitio muy pequeño y caliente, caliente, por los hornos. Con todo y eso, aquella época fue bonita, pero no me daba cuenta –uno nunca se da cuenta de que es feliz–, vivía amargada por no seguir estudiando. Mi sueño era titularme de doctora. Es una profesión muy noble, se ayuda a la gente, pero, ¿qué le digo? Usted lo sabe mejor que yo. Ha de sentirse muy bonito ver que las personas se alivian; aunque, claro, también está la otra cara de la moneda: verlas morir, y peor si están solas, como ahora con esto de la pandemia. Perdone, no lo he dejado hablar ni una sola vez. Como decía mi yerno: Ay, suegra, usted agarra el micrófono y ni quién pueda pararla. La verdad: ¿le parece que hablo demasiado? No me gustaría fastidiarlo y que dejara de venir: usted es ya el único voluntario que nos visita. Antes venían algunos, sobre todo señoras solas, jubiladas que necesitaban sentirse útiles y acompañadas, pero desde que llegó la pandemia, pocas regresaron. Creo que por eso los días, que antes me parecían chiquititos, ahora se me hacen tan largos y las noches más. Eso me recuerda que cuando era niña dormía en un cuarto con el techo muy alto donde se reflejaban sombras que iban pasando. ¿De quién serían, si por esa calle nunca pasaba nadie, y menos de noche? Ayer nos hicieron el examen médico mensual. La doctora me felicitó porque, para mi edad, estoy en buenas condiciones, aunque con algunas fallitas.
Es natural, pero hasta hace poco conservé la buena salud. Los años acaban con todo aunque, gracias a Dios, poniéndome los lentes veo bien y, para mi edad, sigo teniendo buen oído. ¿Será cierto que después de morir uno sigue escuchándolo todo durante siete horas. Doctor, ¿qué le gustaría oír en esos momentos?
A mí, la voz de mi hija, aunque sólo fuera para decirme: Anoche volviste a quedarte dormida y tuve que venir a apagar la tele. Piensa que ya no voy a estar contigo. No te quedes triste. Piensa que estás a punto de empezar una nueva vida.
Coda
–Aurorita, soy yo, Mirta. Otra vez la encontré hablando sola. Ahora, ¿con quién? Veo que no quiere decírmelo y eso significa que está enojada conmigo porque me tardé. No fue por gusto: estaba revisando los papeles de la nueva huésped. Le dieron el cuarto junto al suyo. Mírela, allí viene. La mujer alta que la acompaña es su hija. Habla y habla. ¿Qué le estará diciendo? No te quedes triste, piensa que estás a punto de empezar una nueva vida...
III
–Doña Aurorita, ¿otra vez hablando sola? Y ahora con quién, a ver, dígame con quién... ¿No va a responderme? Eso quiere decir que está enojada conmigo porque me tardé en venir. No fue mi culpa. Tuve que revisar los papeles de la nueva huésped. Le dieron el cuarto junto al suyo. La señora alta que viene con ella es su hija. Habla y habla. ¿Qué le estará diciendo? No te quedes triste, piensa que estás a punto de empezar una nueva vida y eso, a tu edad...”