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Acercamiento crítico no sólo desde el punto de vista cinematográfico, sino también en su contexto político, social y cultural, a la obra de un gran director, cuya impronta es indiscutible en el paso del “romanticismo rural y el melodrama de hacendados”, a la modernidad en el cine y, por extensión, en el arte nacional. Además de 'Canoa', 'El apando' y 'Las Poquianchis', por supuesto, varias de sus películas son prueba fehaciente de ello.
La cuarta maduración del cine mexicano
En fantasma recorre el cine de Felipe Cazals (1937-2021), el fantasma de un enigma pendiente: ¿cuándo empezó la modernidad para el cine –para el arte– mexicano? Si lo moderno en una sociedad implica el desmontaje crítico de las formas tradicionales de pasados idealizados o narrativas oficiales, entonces el cine hecho en México maduró cuatro veces antes de dinamitar por completo su muralla estética de tunas y magueyes. La primera en el quiebre postrevolucionario de Fernando de Fuentes que abarca El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1934) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1936); la segunda en Los olvidados (1950) y la migración desarraigada del Ojitos desde el campo reseco hasta la periferia lumpen de Nonoalco; la tercera en los cuarenta y dos minutos vociferantes de La fórmula secreta (1965) y la última, definitiva, en la mirada de Felipe Cazals, sembrada en Francia pero enraizada en las convulsiones mexicanas del siglo xx, desde el desmoronamiento porfirista hasta futuros imaginarios con pestes apocalípticas.
En los menos de dos años transcurridos entre los estrenos en ráfaga de Canoa (1975), El apando (1976) y Las poquianchis (1976) en festivales internacionales y en las Muestras Internacionales del cine Roble, el cine mexicano cuajó cimientos firmes para ser, al fin, contemporáneo del mundo de una vez y para siempre. Quizá sin el peso central de Canoa, el peso del díptico restante se hubiera atenuado entre otras cintas que, en la misma época, buscaban desmitificar el pasado oficialista y el imaginario rural con la misma potencia, como El principio (1973), de Gonzalo Martínez, Cananea (1978), de Marcela Fernández Violante, La casa del sur (1975), de Sergio Olhovich o La casta divina (1977), de Julián Pastor. Era la primera generación de cineastas formados en aulas antes que en rodajes, y también la primera que había aprendido a hacer política fuera del partido y del Estado.
Había pasado menos de una década desde la matanza militar en Tlatelolco y menos de un lustro desde el jueves de Corpus en San Cosme. Para las primeras generaciones egresadas del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (cuec) y del recién inaugurado Centro de Capacitación Cinematográfica (ccc), la ruptura con el romanticismo rural y el melodrama de hacendados era, por encima de herencias fílmicas, un quiebre profundo con la hegemonía política que lo había cobijado. Nacido en la ciudad costera de Guethary, en el límite fronterizo entre los pirineos franceses y el territorio vasco al norte de España, los padres de Felipe Cazals habían migrado a México en los años en que esa región se partía entre las convulsiones finales de la Guerra Civil y las primeras de la segunda guerra mundial.
La suya, sin embargo, no fue una crianza lejana a las instituciones: estudió la secundaria en la Universidad Militar Latinoamericana del Desierto de los Leones –un experimento peculiar de educación castrense, auspiciado tanto por la unam como por la Secretaría de la Defensa Nacional– y, después, en el marista cum de la colonia Narvarte. Más allá de la rigidez de esa enseñanza, su formación más importante ocurría por las tardes en salas de cine como el Morelia, el Gloria o el Moderno, construidas durante la bonanza industrial de los años cuarenta, todavía tan reciente que nadie le llamaba Época de Oro todavía. El mote le llegó después, cuando la industria, más tarde que a tiempo, aceptó al fin su prolongada decadencia, cuando la generación de Cazals ya había empuñado las cámaras como armas.
La nueva vanguardia
Para el momento en que se encendieron esas alarmas, a inicios de los sesenta, Cazals ya estaba afincado en París junto al cineasta Paul Leduc y el editor Rafael Castanedo para estudiar con una beca en el Instituto de Estudios Superiores Cinematográficos (idhec, hoy La Fémis), en la época en que el profesorado incluía a decanos de la teoría fílmica de posguerra como Jean Mitry y Georges Sadoul, así como a los críticos, cineastas, técnicos e intérpretes de la Nouvelle Vague, que en los años previos habían barrido con las losas de mármol de la tradición local. Tomaban clases en la mañana y las tardes consumían en una dieta de cuatro películas diarias en la Cinemateca de París, en ese momento dirigida por Henri Langlois. Fue ahí en donde conoció al asistente mexicano de Langlois y escritor ocasional en Cahiers du Cinéma, Tomás Pérez Turrent.
En el México de esa década, donde los medios de producción fílmica seguían cercados y cerrados por dentro por estructuras sindicales como el stic o la anda, compañías de producción independiente como Marte, Marco Polo o Alpha-Centauri eran apenas ideas en gestación. En realidad, la vanguardia lanzada por los mecanismos formales de Canoa o Etnocidio (1977), de Leduc, habían sido exploradas primero en la subversión clandestina del efímero Centro de Experimentación Cinematográfica, fundado en 1958 por el michoacano Teo Hernández y, de forma más visible y definitiva, por el I Concurso de Cine Experimental convocado por el stic en 1965. Como alguien que conocía la experiencia francesa, Cazals observó con interés esos intentos por desentenderse de la tradición nacionalista.
En tanto la única posibilidad de filmar de forma regular era al interior del sindicato fílmico, éste estableció una cláusula para que los aspirantes fueran aceptados únicamente tras haber financiado con recursos privados un rodaje de cinco semanas, una trampa casi imposible en el entorno de la época. Para Cazals, esa oportunidad llegó con la dirección por encargo de Emiliano Zapata: ¡Muera Zapata…. Viva Zapata! (1970), un proyecto protagonizado, coescrito y producido por Antonio Aguilar para Producciones Águila, que resultó en un despropósito sin forma, ejecutado con torpeza y origen de una serie de desencuentros agrios entre el director y el cine sobre episodios históricos, que se extendió con El jardín de tía Isabel (1971) y Aquellos años (1973, con guión de Carlos Fuentes y José Iturriaga), frescos acartonados, solemnes y previsibles cuya forma estética ya era anacrónica al momento de filmarse.
En medio de ellas, sobresale como hierba entre concreto el documental etnográfico Los que viven donde sopla el viento suave (1973), en donde la no-ficción es usada como un recurso de distanciamiento que después volverá, en un ángulo más ambicioso y brechtiano, en las secuencias iniciales de Canoa, El tres de copas (1986) y el final de Las poquianchis (1976). Quizá con Godard en mente, Cazals supo antes que ningún otro cineasta mexicano que la distinción entre documento y ficción era, ante todo, un juego de la forma y un proceso creativo. Tras leer el guión de Turrent, que antes había sido ofrecido a Jorge Fons, Cazals decidió junto a Alex Phillips Jr. que la violencia feral de los hechos reales, ocurridos dos semanas antes del 2 de octubre de 1968, serían digeribles para el público sólo si optaban por una estética observacional con baja luminosidad, cámaras fijas y sin música añadida. El efecto buscado, en recuerdos de Cazals, era el de sentirse como James Stewart en La ventana indiscreta (1954), al borde de una tensión asfixiante sin perder la tranquilidad que sólo da la distancia física.
Canoa y El apando: el éxito del buen cine
Nadie que haya visto Canoa en diciembre de 1975, durante su primer pase en la v Muestra Internacional del cine Roble de Reforma, podría haberla olvidado. Era la única película mexicana programada entre otras veinte que incluían Escenas de un matrimonio (1973), de Bergman, Tommy (1975), de Ken Russell con The Who, o La historia íntima de Adele H. (1975), de Truffaut con Isabelle Adjani, pero ninguna levantó la polvareda originada por la película de Cazals y Turrent, que terminó estrenándose en diez salas de la ciudad y exhibiéndose durante setenta semanas, una marca que habría sido imbatible por mucho tiempo si no fuera porque la siguiente película de Cazals, El apando, coescrita por Revueltas y José Agustín, se quedaría por más de noventa semanas, casi dos años, en carteleras de la ciudad unos meses después.
Sin embargo, las repercusiones más notables de la exhibición de Canoa estaban fuera de las taquillas. En Cuernavaca, el obispo Sergio Méndez Arceo, militante en la teología de la liberación, organizó un pase privado en donde la encomió como necesaria, mientras otros templos católicos clavaron en sus puertas avisos parroquiales prohibiéndola a sus feligreses, según contaba Cazals, con menos reproche que orgullo.
Más allá de ese tríptico, cima del cine estatal de esa década, convertido en cuarteto tardío por la extraordinaria Los motivos de Luz (1985), la carrera de Felipe Cazals entre sus contemporáneos fue una de las que sorteó con más habilidad la patética noche sexenal impuesta por la devaluación de 1982 y la (indi)gestión de Margarita López Portillo. En ese momento emprendió proyectos de escala atípica como la distopía El año de la peste (1979, escrita por Gabriel García Márquez) o la interesante Bajo la metralla (1983), ejercicio de cine político de cámara en una sola locación que, por precariedad y costos, resultó ser una locación abandonada por el churro americano Amytiville II: La posesión (1982), maquilada por Dino de Laurentiis en los Churubusco, en donde quedó montada la locación a la que Cazals daría un uso más digno.
La pantalla como espejo colectivo
Aunque sus trabajos alimenticios de esos años incluyen dos desastres al servicio de Rigo Tovar y la esperpéntica Las siete Cucas (1981), entre otras notas bajas, a partir de El tres de copas (1986) y sobre todo Kino: la leyenda del padre negro (1992), Cazals inició una tercera etapa creativa, constante, de calidad uniforme pero desatendida y olvidada casi al instante, que vista en conjunto presenta una suma valiosa de revisiones de la historia nacional en clave intimista y bajo dos ángulos. Uno de ellos examina a figuras ambivalentes como Kino o Antonio López de Santa Anna (Su alteza serenísima, 2000), mientras que su trilogía final formada por Las vueltas del citrillo (2005), Chicogrande (2010) y Ciudadano Buelna (2013) exploran vidas casi anónimas pero fascinantes que, en las primeras décadas del siglo xx mexicano, se cruzan con las tolvaneras de la Revolución.
Más que ningún otro cineasta mexicano que se haya interesado con esa regularidad por el pasado, Cazals era un creador consciente de que los relatos de la Historia son un artificio más de la forma narrativa y, como tales, pueden ser a la vez detonantes, espejos colectivos, artefactos de la memoria o cajas chinas, siempre abiertas a nuevos significados. Volver a recorrer las estaciones de su filmografía a la luz de su partida física es y será tarea siempre pendiente