Habría que recordar lo que fue el nacionalismo autoritario, la cultura del partido único: inventó que México era una sociedad “mestiza” para borrar el racismo; la unidad nacional ocultó a las clases sociales y creó el aguante y el sacrificio como forma de justificar el machismo. Ese nacionalismo llegó a su límite en 1968 con Gustavo Díaz Ordaz y el macartismo priísta y empresarial: cualquier idea que no proviniera del Partido, era “extranjerizante” y antimexicana. En respuesta, los universitarios y politécnicos hicieron desfilar al Che Guevara junto a Hidalgo, Pancho Villa y Zapata en un proceso de apropiación de símbolos que llega hoy hasta Benito Juárez. El nacionalismo autoritario se diluyó en la experiencia de sus participantes y acabó por ser la ceremonia del autoelogio con acarreados cuya única disidencia era bostezar.
Habría que recordar el globalismo neoliberal que abjuró del nacionalismo priísta con la consigna de “ser modernos”, es decir, estadunizados. Aprender inglés fue el nuevo mestizaje, la unidad fue reconocer al mercado y a la democracia de papel como incuestionables, y el aguante se transfiguró en “superación personal”. Haber nacido mexicanos era sólo un error geográfico que podía resolverse con Amazon. El patriotismo fue tachado de premoderno y, si acaso, se albergó en la gastronomía. Se mantuvo el discurso de dominación que trató de tapar la desigualdad social con la ficción de que todos podíamos ser consumidores del primer mundo –el planeta como escalera– si tan sólo le echábamos más ganitas. La cultura neoliberal trajo un agravio a la desigualdad: la arrogancia de las castas superiores y la humillación del resto. Entre unos y otros se disolvió la ficción de compartir un pasado común y una continuidad de fracasos y logros compartidos. Total, las naciones-Estado iban a desaparecer con la llegada de los mercados globales, como si tener las mismas marcas fuera una fuente del sentido de pertenencia.
Habría que recordar ambas formas del arraigo para sintetizar una nueva, ahora basada en la pertenencia a la república. La emergencia de los ciudadanos plebeyos trastoca la idea de una nación-partido y la del de-sarriago neoliberal. Estamos experimentando el orgullo cívico que no es ni una herencia cultural ya dada ni una decisión individual del presente. El arraigo al país nos da razones para buscar un acuerdo para seguir viviendo juntos. Sin embargo, veo en los esfuerzos de la derecha por vincularse a partidos de España o Estados Unidos un rechazo a la idea de la soberanía que emana de los ciudadanos. En lo que va del año, esa misma derecha se ha referido como “hambreados” a quienes buscan retomar la soberanía sobre la recaudación de impuestos, “edecanes” a los miembros de la Guardia Nacional, y “caprichos” a los desarrollos de infraestructura; los tres -impuestos, seguridad, y obras- soportes de cualquier Estado. Es como si el neoliberalismo se les hubiera solidificado en una ficción de que pertenecen a una casta globalizada a la que le estorban sus países de origen.
El patriotismo como opuesto al nacionalismo –el amor a lo común frente al odio a lo distinto– no es la única forma de identidad de los habitantes de un país, pero sí es una afirmación de cualquier república. Los ciudadanos no sólo son los iguales ante la ley, sino los que configuran un espacio político compartido en el cual expresar y deliberar sobre sus valores, tradiciones, creencias y proyectos colectivos. Un espacio de deliberación público se constituye en el principal motivo de arraigo, mientras la despolitización neoliberal provoca que creas que sólo le debes obediencia a tu propio costo-beneficio. Sin el arraigo a un país jamás podría justificarse ayudar a otros a los que ni conoces cuando están en penurias. Sin patriotismo cívico no sería posible redistribuir la riqueza o asistir en un desastre natural porque todas esas acciones no te benefician en lo personal. En los últimos meses ha quedado claro que existen productos culturales y de infraestructura que no están provistos por el mercado, que no dejan ganancias, pero que son responsabilidad del Estado como representante común. Estamos, por ello, en el inicio de una nueva ficción de pertenencia, de un procedimiento reciente del arraigo: ya no más la estabilidad represiva de la unidad nacional ni tampoco la armonía ilusoria del éxito a toda costa, sino la deliberación pública de todos nuestros conflictos como forma de seguir pensándonos juntos.
Las culturas no nacionales, así como las demás formas de identidad afectivas, deben confluir en ese acuerdo básico de la permanencia de la república, de la deliberación y, por tanto, de ser justo los ciudadanos que no querían los neoliberales: participantes en los procesos políticos. Apenas estamos experimentando los inicios de este instante decisivo. Y ya han salido los que buscan en el exterior revertir este proceso. Sólo hay que recordar que los “momentos estelares” de la historia, como los llamó Stefan Zweig, sólo pueden verse si están rodeados de oscuridades.