Algo hay tremendamente obsceno en el acto de entregar lo prescindible a los necesitados: se da lo que sobra, lo que no afecta de manera apreciable el patrimonio ni el nivel de vida, lo que igual habría podido ir a dar a la basura. A cambio de esa generosidad fingida se obtiene reconocimiento y mérito social, se enfatiza el estatus y se logran elogios. Por añadidura, el sujeto caritativo seduce al espejo de su conciencia y se ensalza a sí mismo como un individuo virtuoso. Desde esta perspectiva, los mendigos en las culturas antiguas, de la Grecia clásica a Mesoamérica, desempeñan una función social insoslayable.
En un Estado moderno que se obliga a sí mismo a garantizar la dignidad de sus ciudadanos, la satisfacción de las necesidades básicas da pie a otros tantos derechos inalienables: a la salud, a la alimentación, a la educación, al trabajo, a la vivienda, a la cultura, al deporte y al esparcimiento. Buena parte de los esfuerzos civilizatorios del siglo XX se fueron en la construcción de sociedades capaces de garantizar tales derechos, ya fuera mediante la instauración de estados del bienestar que buscaban acotar la ley de la jungla del mercado, ya por medio de economías planificadas que trataron, infructuosamente, de suprimir el mercado.
Con propósitos de concentración de la riqueza o de abierto saqueo, el neoliberalismo impulsó la reducción del Estado y la transferencia o la concesión gradual de sus potestades hacia otros ámbitos: acuerdos y organismos internacionales, entidades autónomas, sector privado, organizaciones civiles –el llamado “tercer sector”– e incluso delincuencia organizada, como ocurrió en México en el sexenio de Calderón, cuando se le entregó nada menos que la Secretaría de Seguridad Pública. Por lo general, los derechos no fueron borrados de las leyes, pero sí del discurso oficial, en el que fueron sustituidos por oportunidades. La política social fue convertida en un mecanismo de fabricación de oportunidades de trabajo, educativas, de ascenso socioeconómico. Como correlato, los presupuestos destinados a la salud, la educación, la vivienda y la alimentación fueron diezmados y desviados al gasto corriente o a bolsillos particulares.
La abdicación del Estado a sus obligaciones fundamentales no sólo multiplicó la pobreza, la indigencia, la insalubridad y la desintegración social, sino que fue acompañada por una proliferación de fundaciones, organismos no gubernamentales, asociaciones de asistencia privada y “sociedades no lucrativas” que formalmente tenían prohibido generar ganancias pero que se convirtieron en espléndidos modos de vida para sus directivos. Los vulnerables pasaron a ser objetos de una nueva forma de caridad institucionalizada en un sinfín de siglas y membretes dedicados a dar a las nuevas generaciones de necesitados ayuda médica, alimentaria y escolar; a defender derechos humanos; a procurar programas privados de desarrollo comunitario; a amparar a víctimas de la violencia familiar; a enderezar el destino de niños de la calle; a organizar cooperativas artesanales; a operar cocinas familiares; a paliar, en suma, todas las carencias que ahondó y extendió el mutis social del Estado.
La beneficencia ha desempeñado una doble función: por una parte, ayudar a los desfavorecidos –y vaya que los hay– y, por la otra, atenuar y encubrir el miserable incumplimiento de las obligaciones públicas en materia de bienestar para la población. Por estas tareas, el gobierno le extendió un doble subsidio: asignó a benefactores privados presupuesto directo y otorgó a sus donantes un régimen de exención de impuestos. Empresas que acentúan la miseria con salarios de hambre, compañías que intoxican a la población con alimentos basura, consorcios que destruyen regiones con prácticas industriales o mineras depredadoras, de pronto se colgaron medallas de solidarias, promotoras de la salud, impulsoras de la conservación ambiental. Por añadidura, han podido eludir obligaciones fiscales mediante la donación exenta de dineros que son un pelo de gato en sus fabulosas cifras de ganancias.
La subrogación de la política social en un mercado de la caridad hizo imposible planificar el uso de los recursos públicos de manera racional y general y se propició la corrupción, la opacidad, la discrecionalidad y el desorden en una tarea básica e ineludible: saldar la cada vez más abultada deuda social y garantizar la vida digna a todas las personas.
Son loables los propósitos de muchos organismos caritativos y es indiscutible que una infinidad de personas han recibido de ellos una ayuda inestimable. Pero el tránsito de la caridad a la solidaridad –es decir, de lo contingente a lo necesario, de la dádiva a la dignidad, de lo voluntario a lo obligatorio, de lo excedente a lo sustancial– exige que el Estado retome y cumpla con su deber de garantizar la satisfacción de las necesidades básicas de todas las personas.
Facebook: navegacionespedromiguel/
Twitter: @Navegaciones