La voz de Bartolomé de las Casas resuena con fuerza cinco siglos después. A la manera de los profetas del Antiguo Testamento, exhibió las atrocidades de los poderosos perpetradas en el nombre de Dios. Denunció los mecanismos de la empresa colonizadora española en el que llamaron Nuevo Mundo, el cual habría sido una restitución divina por las irremediables perdidas que la “herética pravedad” luterana ocasionaba en Europa a la cristiandad.
Durante su obispado en Chiapas, que dejó en 1547 para viajar a España con el fin de difundir las brutalidades cometidas por los españoles en la supuesta evangelización de la población indígena, De las Casas había insistido en que los colonizadores “solamente podían ser confesados bajo ciertas normas que él mismo había establecido. Éstas incluían, entre otras, restituir a los indios los bienes que les habían sido injustamente arrebatados […] El método que él proponía era la persuasión” (Lewis Hanke, La humanidad es una, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 82).
En la controversia de Valladolid, 1550-1551, sostenida con el teólogo imperial Juan Ginés de Sepúlveda, De las Casas expuso una y otra vez que la colonización era un exterminio de la población indígena y completamente extraña al espíritu de Cristo. En tanto, Sepúlveda justificó el trato esclavizante dado a los pobladores originales, dado que, según él, difícilmente se les podía reconocer como seres humanos.
Ginés de Sepúlveda tradujo obras de Aristóteles, como la Política (que dedicó al príncipe Felipe, posterior rey de España). Colaboró con el cardenal Cayetano, fiero adversario de Martín Lutero. En 1536, el emperador Carlos V lo designó su cronista y capellán (datos aportados por Mauricio Beuchot, La querella de la Conquista, una polémica del siglo XVI, Siglo XXI Editores, México, 1992, p. 51). La suma de los principios sostenidos por Juan Ginés de Sepúlveda sobre la licitud en el uso de la violencia para “cristianizar” a los indígenas está contenida en Apologia pro libro de iustis belli causis, editada en 1550 en Roma. Esta pequeña obra fue publicada en castellano bajo el título Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, Fondo de Cultura Económica, México, 1979.
El teólogo imperial sostenía desde las primeras líneas de su escrito la disyuntiva a la que daría respuesta: “Si es justa o injusta la guerra con que los reyes de España y nuestros compatriotas han sometido y procuran someter a su dominación aquellas gentes bárbaras que habitan las tierras occidentales y australes, y a quienes la lengua española comúnmente llama indios: y en qué razón de derecho puede fundarse el imperio sobre estas gentes” ( op. cit., p. 45). Para él quedaba muy claro que no solamente era legítimo el uso de la violencia para conquistar a la población indígena, sino que incluso tal empresa era por el propio bien de los habitantes del Nuevo Mundo. No sólo el derecho natural estaba de parte de los conquistadores, sino que éstos tenían, incluso, el deber moral de civilizar a culturas vistas por él como notoriamente menores y salvajes.
En la polémica, Bartolomé de las Casas sostuvo que los indígenas también tenían la imagen de Dios, por lo cual no debían ser tratados como bestias. La misión, para el obispo de Chiapas, tenía que ceñirse al ejemplo de Cristo. Ante éste no cabía recurrir a las armas para imponer la fe. Refutó la señalada depravación de los indios por parte de Sepúlveda como argumento para hacerles la guerra: “No hay crimen tan horrible, sea el de la idolatría o el de la sodomía, o cualquier otra clase, como para recurrir que el Evangelio sea predicado por la primera vez en algún otro modo que no sea el que estableció Cristo, esto es, con un espíritu de amor fraternal, ofreciendo perdón a los pecados y exhortando a los hombres al arrepentimiento”. Además, “no ha investigado [Ginés de Sepúlveda] las Escrituras con suficiente detenimiento o seguramente no las ha comprendido bastante para aplicarlas, ya que en esta era de gracia y piedad, insiste en aplicar los principios rígidos del Viejo Testamento, que fueron dados para circunstancias especiales y así allana para los tiranos y los pillos la invasión cruel, la opresión, la explotación y la esclavitud de naciones sin defensa” (Hanke, pp. 118 y 119).
Hoy, cuando en España defensores a ultranza de la que denominan obra civilizadora y cristiana reivindican lo sucedido en el siglo XVI (sin pudor lo hacen, entre muchos otros, José María Aznar, el partido ultraderechista Vox y la historiadora Elvira Roca Barea), son vigentes las palabras de De las Casas: “¿Cómo se compagina el ejemplo de Cristo con el hecho de repartir lanzadas entre los indios desconocidos antes de predicarles el Evangelio, y aterrorizar sin medida a personas totalmente inocentes por medio de un despliegue de arrogancia y de la furia de la guerra y obligarlos a escoger entre la muerte y la huida?”