Innumerables las personas que, en un u otro momento de su vida, desean llevar un diario. Deseo alentado, durante la infancia y la adolescencia, por los padres u otros adultos protectores, con el regalo de un objeto llamado diario, pequeño cuaderno empastado cuyas páginas blancas deberán ser cubiertas por las jóvenes personas con las confidencias de las primeras amistades, las primeras penas, los triunfos escolares o deportivos, con las confesiones de errores, tentaciones vergonzosas, maldades. Esta voluntad de llevar un diario se va extinguiendo con los años. Son contadas las personas adultas en quienes este deseo persiste: la escritura de un diario es un ejercicio que exige una disciplina regular y, a veces, una buena dosis de narcisismo para continuar durante años ese diálogo íntimo donde el interlocutor es la propia persona. Algunos autores llevan su diario como si estuviesen maquillándose frente a su espejo. Sin embargo, este género literario es practicado por muchos escritores. El afán de dejar su recuerdo, y sus recuerdos, a la posteridad es una de las palancas que los empuja a escribir páginas y páginas que serán póstumas, a menos que… la vanidad o el exhibicionismo no los decida a publicar sus diarios en vida. Cierto, algunos de éstos, lejos de las confidencias personales, son reflexiones literarias, filosóficas y otras. Sus lectores pueden sentirse atraídos por motivos distintos: descubrir otras formas de pensamiento, asomarse a la vida íntima ajena, conocer los avatares de otra existencia que la propia.
Diarios más o menos célebres, como los de Anaïs Nin o André Gide, levantan el entusiasmo o la aversión, el morbo o la simple curiosidad. La escritora comienza a los 11 años las 35 mil páginas de los llamados Diarios de Anaïs Nin, donde se expande en el relato de su vida sexual: incestos, relaciones con celebridades como Henry Miller o sus sicoanalistas. El Journal de André Gide oscila entre las tentaciones homosexuales y los arrepentimientos protestantes.
“¿Por qué no se haría el diario de su cuerpo?, se preguntaba Paul Valéry en 1919. ¿Me atrevería a escribir ‘mi cuerpo’? ¿Todo lo que sé de él? No mi cuerpo, el de los médicos, sino el que me conozco. No sé nada más allá de él”. Más apegado al espíritu que a su cuerpo, Valéry abandonó este proyecto literario esbozado en el Diario de Emma, sobrina de Monsieur Teste. Cabe preguntarse si Salvador Elizondo, admirador incondicional de Valéry, tuvo en cuenta sus observaciones cuando escribía su monumental diario. Las páginas escritas en los días que precedieron su desaparición son de una lucidez que resplandece ante la muerte.
Menos numerosas son las personas que incursionan en el género de las memorias. Aunque este ejercicio exigiría haber llegado a la edad cuando la muerte da la cara, abundan los hombres de Estado retirados de la vida pública que escriben o dictan sus memorias cuando se hallan aún en la fuerza de la edad. Libros a la vez de política y de la lucha por el poder, ingresan a la historia cuando el personaje ya pertenece a ella. El Memorial de Santa Elena, de Napoleón en sus últimos días, las memorias de Charles De Gaulle o las de guerra de Winston Churchill son escritos que dan otra faz a la historia.
Se conocen las memorias de grandes escritores: las de Dumas, fresco de la vida literaria de su época; las del duque de Saint-Simon, radiografía colosal de la corte de Luis XIV; las luciferinas Memorias de ultratumba de Chateaubriand, combate singular de la escritura y el poder: mano a mano imaginario entre el escritor y Napoleón.
Acaso los autores de diarios se ayudan de un microscopio. Quizás para las memorias se usa un telescopio, como explica Proust que hizo él mismo para realizar su obra. La relación con el tiempo es distinta entre autores de diarios y memorias. Uno trata de atrapar el fugitivo presente que escurre como el agua de sus manos. El otro se inmoviliza fuera del tiempo, desafiándolo.