Nuevamente se anuncia el Apocalipsis. Al igual que sucedió en 1998-2000 con Luis Téllez y Ernesto Zedillo; en 2000 con Vicente Fox; en 2008 con Felipe Calderón y en 2013 con Enrique Peña Nieto, el mundo empresarial y sus profetas neoliberales presagian una especie de fin del mundo si no se da marcha atrás, así sea parcialmente, en la reforma constitucional en materia de la industria eléctrica, que busca recuperar la soberanía estatal sobre el sector. Los viejos y nuevos liquidadores de la empresa pública repiten hoy los mismos fatídicos vaticinios que lanzaron en el pasado.
En 1998, Luis Téllez, el entonces flamante secretario de Energía, anunció la inminente catástrofe de la industria eléctrica si no se le abría la puerta a la inversión privada. Los apagones generalizados estaban a la vuelta de la esquina, dijo. En febrero de 1999, el presidente Zedillo anunció la propuesta de reformar los artículos 27 y 28 de la Constitución para privatizar el sector. Su objetivo era promover la introducción de particulares en el sector bajo el supuesto de que el mercado promovería mayor inversión, mejor servicio y menores costos. Sus bravatas naufragaron. Su iniciativa descarriló y la hecatombe no llegó.
Casi año y medio después, el presidente Fox comenzó a cabildear en favor de la misma causa. Dijo que el cumplimiento de su promesa de que la economía creciera 7 por ciento dependía de que se apoyara esta reforma. Su subsecretario de Economía, Juan Bueno, afirmó: “Tan graves son los problemas de desabasto que podrían explotar a corto plazo”. El país no creció como lo prometió, pero no por culpa de que no avanzara la desregulación del sector.
Calderón, el hombre de Repsol e Iberdrola, notificó que se avecinaban las mismas pesadillas, de no aprobarse su propuesta de reforma energética de abril de 2008. Peña Nieto lo repitió cinco años después, para beneplácito de grandes tiburones empresariales y organismos multilaterales, cuando se ajustició a la industria eléctrica nacionalizada, aprobando un cambio constitucional que pulverizó la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y liquidó el patrimonio nacional en una venta de garaje.
Ahora, ante el anuncio de una reforma que busca recuperar la soberanía energética, quienes obtienen, gracias a la reforma de Peña, ganancias privadas de los subsidios públicos, vaticinan, con poca imaginación, que se precipitarán sobre el país las “siete plagas de Egipto” de siempre.
La lista de males que nos aguardan, según ellos, es interminable. Aumentará el costo de la electricidad, se deteriorará irremediablemente la calidad del servicio y se precipitarán en cascadas los apagones. Se enseñorearán la fuga masiva de capitales y la parálisis de inversiones extranjeras directas. El peso se devaluará. Caerá sobre nosotros una terrible catástrofe ambiental. Y, por si fuera poco, el país deberá pagar miles de millones de dólares en indemnizaciones.
Los beneficiarios de la privatización eléctrica ocultan que la participación estatal en el sector eléctrico no es cuestión sólo ideológica, sino producto de la naturaleza misma de la industria: de la llamada excepcionalidad eléctrica.
Esta singularidad tiene su origen, entre otras causas, en que la electricidad no puede almacenarse (excepto en pilas y baterías, a un costo altísimo). Por ello, se necesita sincronizar su generación con la demanda. Una vez despachada, se necesitan garantizar ciertas condiciones de operación, como el voltaje y la frecuencia. Oferta y demanda no pueden ser dejadas libremente a la “mano invisible” del mercado. Requieren de vigilancia detallada. La infraestructura para su transmisión y distribución es muy cara; resulta absurdo duplicarla. Son monopolios naturales.
Muchos países capitalistas nacionalizaron sus industrias eléctricas a mediados del siglo pasado. Lo hicieron Francia en 1946; Austria y Gran Bretaña en 1947; Italia en 1962, y la provincia de Quebec en 1963. Procedieron así porque la planificación y coordinación gubernamentales les garantizaba grandes beneficios como naciones, que los empresarios privados no podían proporcionar. Los gobiernos tenían la capacidad de invertir muchos recursos para impulsar el crecimiento en el sector y aguantar plazos largos para recobrar los costos de inversión. Podían planificar a largo plazo. Estaban en posibilidad de sacrificar márgenes de ganancia para fomentar el desarrollo de otros sectores o el bienestar de la población.
Al calor del neoliberalismo, se impulsó la privatización de los sistemas eléctricos. Los bienes públicos pasaron a corporaciones, muchas trasnacionales, cuyo único objetivo es obtener la mayor ganancia, lo más rápido posible. Chile fue el primer país en cambiar propiedad gubernamental por privada. Le siguió Inglaterra. Entre 1988 y 1993, 2 mil 700 empresas estatales en 95 países pasaron a manos privadas (Sharon Beder, Power Play: The Fight to Control the World’s Electricity).
El caso mexicano es paradigma de cómo las promesas de bajar precios con base en la competencia, mejorar el servicio y promover la innovación que acompañaron la privatización del sector, resultaron falsas. Por el contrario, sirvió para que, abusivamente, unos cuantos grupos empresariales obtuvieran beneficios desproporcionados a partir de bienes y subsidios públicos. El año pasado, la reforma de Peña costó al país 423 mil mdp. Las grandes ganadoras fueron 239 sociedades de autoabasto.
Es mentira que se aproxime el Apocalipsis. Hay que terminar el saqueo de nuestros recursos, recuperar la rectoría del Estado de un sector estratégico y defender la soberanía energética de la nación. Sin movilización social crítica no será posible.
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