El domingo pasado, por segunda vez en dos semanas, miles de salvadoreños marcharon en la capital de su país para protestar por diversas medidas adoptadas recientemente por el presidente Nayib Bukele; las más cuestionadas, la adopción del bitcoin como moneda de curso legal, el pase a retiro de 249 jueces, una tercera parte del total, y la gestión de una normativa que posibilitaría la relección presidencial inmediata.
La primera de esas determinaciones ha sido percibida en la nación centroamericana como temeraria, debido a las bruscas y volátiles variaciones de las criptomonedas en los mercados internacionales, lo cual podría introducir una peligrosa inestabilidad en las finanzas de El Salvador. En cuanto a la disposición del Congreso –dominado por partidarios de Bukele– de pasar a retiro a los jueces mayores de 60 años o con 30 de servicio, diversos sectores de la sociedad la perciben como un intento del mandatario por controlar al Poder Judicial.
Ambas acciones, sumadas a los intentos de Bukele por modelar un marco legal que le permita relegirse, son indicativas de una deriva autoritaria que causa alarma en las oposiciones partidistas de derecha e izquierda, organizaciones sindicales, feministas, ambientalistas y de defensa de los derechos humanos.
Si bien Bukele se burló del número de manifestantes –unos 4 mil, según estimaciones de medios internacionales– señalando que la marcha fue “un fracaso”, y aunque mantenga el dominio del Poder Legislativo y conserve un amplio margen de simpatía entre la población, lo cierto es que semejante confluencia de visiones divergentes y hasta contrapuestas en una protesta antigubernamental podría marcar el punto de viraje e incluso el de declinación del excéntrico presidente que se autodefine como “Emperador de El Salvador” en su cuenta de Twitter.
La situación de los otros mandatarios del denominado Triángulo del Norte de Centroamérica, conformado además por Honduras y Guatemala, es peor que la del salvadoreño. En el primero de esos países, el presidente Juan Orlando Hernández se encuentra acorralado por las crisis económica y de inseguridad, los impactos de recientes fenómenos meteorológicos y los señalamientos de Washington por su presunta participación en el narcotráfico; a su vez, el jefe de Estado de Guatemala, Alejandro Giammattei, enfrenta un amplio repudio social, además de investigaciones judiciales por supuestos sobornos recibidos de empresarios rusos interesados en concesiones mineras y portuarias.
Cada cual a su manera, Bukele, Hernández y Giammattei, son producto de la descomposición política de sus respectivas naciones y de una crónica supeditación a Estados Unidos. Lo anterior reviste interés para México, no sólo por la vecindad o cercanía geográfica y por lo que una mayor inestabilidad en uno o varios de esos países hermanos podría representar en términos de multiplicación exponencial de los flujos migratorios, sino también porque es indicativo de las complejidades a las que se enfrenta la aplicación de los programas sociales del gobierno de Andrés Manuel López Obrador en esas naciones en forma conjunta con Estados Unidos, tal y como se ha ido configurando en los contactos entre el mandatario mexicano y su homólogo Joe Biden.