Aprincipios de este mes, el Senado se honró, sin duda, al honrar a una mexicana de excepción: la MAESTRA Ifigenia Martínez. Con la modestia y humildad que caracterizan a esta columneta, anotamos la anticipación con la que este reducto informativo se anticipó a tan merecido reconocimiento. Con fechas: 19/08/13 y 26/08/13, así como 05/11/18 y 21/12/18, en estas páginas aparecieron referencias a doña Ifi. En una entrega de las mencionadas, se hace la historia, la cronología de las Ifigenias que han sido en la historia. En otra se habla de esta concreta Ifi, la nuestra, la de nuestros días. Y también hay lugar para la anécdota y la recreación que confirman y resaltan la vida de un ser humano que ha vivido sus primeras nueve décadas fiel a sus ideas, sentimientos, principios. Ciertamente no es lo usual en nuestros días, pero para Ifi, en las trincheras en las que ha militado, la docencia, la academia, el ejercicio parlamentario, la militancia partidaria o el servicio público, esta identidad ha sido la constante: mujer de una probidad intachable no sólo en lo que se refiere a las cuestiones materiales, sino al comportamiento de la vida cotidiana. Durante sus 91 años de existencia, una de sus grandes enseñanzas ha sido mostrar y demostrar que si no se vive conforme se piensa, se corre el riesgo permanente de llegar a pensar como se vive y placerse y justificar la más estéril o perversa de las biografías.
Cuando la columneta se dedicó como por cuatro ocasiones a biografiar a doña Ifi, varios lectores pedían más datos sobre ella, pero no tanto sobre puestos, reconocimientos, grados académicos, sino anécdotas, aconteceres que reflejaran formas de pensar y actuar de una persona a la que la columneta tanto admiraba. Así fue que croniqué la boda de su hija, ceremonia a la que el novio llegó mucho después que un viejo amigo de Ifi, José López Portillo, por esos días avecindado en el hoy Complejo Cultural Los Pinos y que fungiría como testigo del evento.
Algo que era públicamente sabido en los medios políticos e informativos era que Ifigenia, más allá de los límites de confidencialidad legalmente obligados, nunca se negaba a hacer públicas sus ideas y posturas sobre cada asunto de interés social en el que ella estaba involucrada. En una ocasión debió viajar a París una representación de la, no sé por qué, llamada Cámara baja oséase, la de los diputados, a una reunión de algún organismo económico mundial del más alto nivel. La presidía, obviamente la diputada Martínez. Al llegar a Orly, La Bourget o De Gaulle, los mexicanos, después de migración, se formaron lógicamente en la fila para pasar la aduana que decía: “nada que declarar”. De pronto alguien advirtió que la maestra estaba en la línea de al lado, que señalaba: “cosas que declarar”. Seguramente –dijo un diputado–, la maestra trae algunas cosas de comida para su hija que vive aquí en París y, ya la conocen cómo es de escrupulosa, decidió declarar cilantro y perejil. Todo mundo soltó la risa y decidió esperar a la maestra tras la barandilla. El tiempo no fue breve porque cuando el oficial de migración dijo: “À votre service madame, qu’est-ce que vous declarez?”. La maestra inició el discurso que ha conformado su cátedra, su magisterio, su lucha permanente, su vida: la injusta convivencia entre las metrópolis y el submundo inmenso de la explotación, la miseria, la desigualdad, la injusticia. No, ella no declaraba la introducción de objetos, materias reguladas o prohibidas. Denunciaba, con vigor, la triste realidad sobre la que, comodinamente, conversarían los “jerarcos” mundiales, en la placidez de sus suites imperiales. Ifigenia ha sido, durante años, la voz que clama en un desierto que la alaba, pero no la escucha… lo suficiente.
Renuncio, por hoy, a otras maravillosas viñetas, por ejemplo: cuando un distinguidísimo legislador, en una comida en mi casa, a la que me rogó ser invitado, sacó de una raída cartera un ajado y amarillento papiro y, frente a todos, leyó un verso yucatecamente escrito en tiempos preparatorianos en los que confesaba su acendrado amor a la bella “piyi” o “pilli” y que ratificaba, frente a todos los presentes en ese momento, su deseo de unir su vida con la de nuestra común maestra. Ella sólo respondió con su modito tradicional: ¿y con qué objeto, Víctor?
En el mes de septiembre del fatídico 68, un cuerpo especial del Estado Mayor irrumpió, por vez primera, en los espacios de la UNAM. Un militar de alto rango, al ver una luz encendida, llegó hasta las puertas de la Facultad de Economía. Las abrió a patadas y vociferó: ¿quién diablos es usted, qué chingaos hace aquí? La interrogada se levantó de su asiento, se irguió, mucho más allá de la dimensión de su interlocutor y le respondió: sirvo a mi universidad y a mi país. ¿Usted, a quién sirve?
Cuando la maestra Ifigenia era subida al vehículo de apañamiento, los jóvenes clamaban los gritos que hoy se escuchan en el Senado.
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