Podemos todavía reaccionar. Debemos aprender en cabeza ajena, antes de que sea demasiado tarde.
Nos inocularon primero un temor profundo a una amenaza vagamente definida. En seguida, nos inocularon la convicción de que los gobiernos conocían medidas capaces de protegernos de ese peligro incierto que la ciencia médica sigue tratando de caracterizar. Nos contagiaron así el virus de una obediencia más o menos ciega a las autoridades. En muy poco tiempo, miles de millones de personas obedecieron sin chistar lo que les ordenaron, para protegerse de lo que habían aprendido a temer.
Hubo resistencia desde el principio. Las personas más pobres no podían confinarse; era indispensable que salieran de sus casas para sobrevivir. Otras padecieron las múltiples consecuencias negativas del confinamiento hasta que se les hizo imposible seguirlo aceptando. Enchufar a niñas y niños en la pantalla, al cerrarse las escuelas, produjo otras formas de resistencia. Hubo quien consideró que el cubrebocas quitaba carácter humano a nuestras interacciones con los demás.
La crisis llegó realmente con la vacuna. Al empezar a acumularse evidencias sobre sus limitaciones y riesgos, muchas personas empezaron a resistir la idea misma de vacunarse, lo cual produjo tensiones y contradicciones de toda índole, incluso en el seno de las familias. Ante estas resistencias, los gobiernos usaron los medios de comunicación, las redes sociales y todas sus herramientas de persuasión. Pronto aumentaron la presión, recurriendo cada vez más a formas de coerción. Finalmente, pasan hoy a dispositivos de control.
Italia puede verse en la actualidad como un laboratorio para imponer “democráticamente” la sociedad de control, en lo que sería, en rigor, la liquidación democrática de la democracia. Como se ha hecho ya en otros países, un decreto del gobierno lo libera de cualquier responsabilidad respecto a los daños que provoque la vacuna. En el propio decreto, se excluye a los no vacunados de la vida social e incluso de la posibilidad de trabajar.
El decreto se ha llevado ahora al parlamento, para que produzca una ley que haría obligatorio un certificado que permitiría al gobierno controlar y dar seguimiento a todos los movimientos de la gente. Sería necesario exhibir el certificado para ir al restaurante, al cine o incluso a trabajar.
En su discurso ante la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado italiano, el 7 de octubre pasado, Giorgio Agamben subrayó la gravedad del asunto. Se plantea, señaló, “una transformación de las instituciones y paradigmas de gobierno de la sociedad en que nos encontramos”. El modelo que se cancela es “el de las democracias parlamentarias con sus derechos, sus garantías constitucionales”, para instalar en su lugar “un paradigma de gobierno en el cual, en nombre de la bioseguridad y el control, las libertades individuales tendrán crecientes limitaciones”.
Agamben no se mordió la lengua. “¿Es posible –se preguntó– que los ciudadanos y una sociedad que pretende ser democrática se encuentren en una situación peor que los ciudadanos de la Unión Soviética bajo Stalin?” Y sí, es desgraciadamente posible. Esa es la circunstancia ante la cual nos encontramos. Por eso comienza a hablarse de que es el fascismo, más que el virus, lo que realmente nos amenaza.
Hace tiempo se nos ha ido acostumbrando al uso de dispositivos que traen consigo un control digital virtualmente ilimitado de los comportamientos individuales, que se vuelven cuantificables en un algoritmo. Se ha estado criticando el manejo comercial del mecanismo, así como el uso adictivo de los dispositivos. La espléndida fotografía que publicó La Jornada el 5 de octubre pasado, al suspenderse por unas horas el servicio de tres plataformas digitales –WhatsApp, Facebook e Instagram–, lo cual afectó a la tercera parte de la población mundial, hizo enteramente evidente el punto a que ha llegado la inserción voluntaria en un sistema de control digital.
Al reflexionar sobre esta perspectiva en el caso mexicano, debemos considerar que aquí, además, se nos ha estado acostumbrando a aceptar un grado de impunidad que hasta hace poco tiempo parecía inconcebible y que cambia la naturaleza del régimen en que vivimos. Como señalé en este espacio hace 15 días, lo que está ocurriendo en Chiapas implica que en el país se hace posible secuestrar, asesinar y aterrorizar a la población ante la vista indiferente de las autoridades, con su pleno conocimiento y consentimiento. Bajo el manto de la llamada “bioseguridad”, supuestamente para protegernos del bicho, se nos inocula ahora el virus de la obediencia, sometiéndonos a disposiciones que cancelan nuestra libertad de movimiento y toda capacidad autónoma y nos exponen a innumerables despojos, acosos y agresiones.
Aún es posible reaccionar. Con clara conciencia de que la verdadera amenaza que pesa sobre nuestros modos de convivencia se llama capitalismo, podemos apelar a la capacidad auténticamente democrática de gobernarnos por nosotros mismos y resistir organizadamente el empeño de privarnos de toda libertad y autonomía.