Hay personajes que por su vitalidad característica dan la impresión de ser inmortales. Felipe Cazals era uno de ellos. Uno siempre tenía la noción de su permanencia, a pesar del desgaste del tiempo. Ahora que ha fallecido nos hemos quedado con la sensación irreparable de pérdida, aunque ha dejado una obra eminente que, esa sí, seguirá presente mientras exista el cine.
Todavía recuerdo de manera vívida la impresión que en mí dejó el estreno de Canoa en la Muestra Internacional de Cine de 1975. Aunque los créditos finales ya habían terminado de pasar, yo seguía pegado al asiento tratando de asimilar lo recién visto en la pantalla. En ese instante me asaltó la idea de que el cine mexicano había dejado de ser el mismo y había trascendido a otro nivel. En su obra capital, Cazals había conseguido estremecernos con ese relato sobre el cacicazgo y la miseria en el campo mexicano, las distinciones de clase en un año, 1968, signado por la ignorancia y el temor al cambio, y la violencia como resultado de una colisión ideológica.
Hace poco la versión restaurada de Canoa pasó por Canal 22. No tenía intenciones de volverla a ver, pero me asomé a su inicio. Su ímpetu expresivo me atrapó y la vi fascinado hasta el final por enésima vez. El cine de Cazals tiene esa virtud del dominio narrativo. Quizá ningún otro realizador mexicano ha sido dotado de una natural intuición fílmica por la que el cine fluye como una fuerza de la naturaleza. Sus mejores esfuerzos – El apando, Las Poquianchis, Los motivos de Luz, Las vueltas del citrillo, Chicogrande– son experiencias viscerales que apelan tanto a la mente como al corazón. No cabe duda de que partieron de una visión tan rigurosa como la disciplina casi militar que imperó en el set.
Felipe imponía como persona. Daba a primera vista la impresión de ser un tipo hosco y difícil. Pero era todo lo contrario. Era un amigo generoso, dueño de un gran sentido del humor que sabía encontrar el lado chistoso a los asuntos más trágicos. Y era un sabio del cine cuyos pronunciamientos sobre la materia sirven como útiles aforismos para el aprendizaje de las generaciones futuras. Nunca el término maestro ha sido tan justo. Uno podía aprender viendo sus películas, claro, pero también escuchándolo hablar en cualquier conversación informal. El hombre exudaba cine.
Como maestro, Felipe fue también una guía de comportamiento ético. Su brújula era infalible para medir quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y se obsesionaba por el buen funcionamiento del cine mexicano, siempre atento a sus evoluciones y retrocesos. No sé qué tanto me funcionaba como una figura paterna, pero estoy seguro de que muchos de los que crecimos viendo sus películas y estando atentos a su noción de hacer lo correcto, nos hemos quedado, con su muerte, en un estado de orfandad. Felipe Cazals nos va a hacer mucha falta.
Muchos de sus compañeros de oficio se adelantaron en el camino. Si existe un más allá nos gustaría imaginarlo en un festivo rencuentro con Pedro Armendáriz Jr, José Estrada, Tomás Pérez Turrent, Alex Phillips Jr, Ángel Goded y Rafael Castanedo, entre varios otros. De alguna forma tenemos la seguridad de que, en algún sitio, Felipe la está armando en grande.
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