Los mexicanos perdieron el sábado a uno de sus mejores contadores de historias audiovisuales, a un creador de archivos fílmicos que, por su hechura e impacto social, forjaron la cultura cinematográfica nacional.
Sus películas son arquetipos de 24 cuadros por segundo en torno a la realidad, sobre todo, de las clases más desprotegidas.
Felipe Cazals, nacido el 27 de junio de 1937 en Francia, y cuatro meses más tarde registrado en Zapopan, Jalisco, es un personaje con el don de la unicidad y el encanto, que hacía encarnar en la pantalla “a las mismas personas de siempre: a los jodidos, no tengo otro tema”, contó una vez a La Jornada.
Cazals profundizaba en ese contenido con su cinematografía que, sin duda, aportó un pequeño balance en la cartelera local, avasallada por el cine de mercado. Su acérrimo ideal por mostrar en sus historias a su gente, fue inspiradora para el cultivo y cosecha de generaciones de cineastas.
Y así quedan Canoa, El apando, Las poquinchis, El año de la peste, Las vueltas del citrillo, El ciudadano Buelna, Digna, hasta el último aliento, Bajo la metralla, Los motivos de Luz... piezas que pueden exponer la labor de un cinematografista, partisano del producto nacional.
Hace años, señaló a este diario que “el cine, como tal, ya valió madre; lo que opera es la mercadotecnia; el espectador ya no existe, ahora sólo está el consumidor de productos de Hollywood... El público mexicano ha perdido el derecho a ver su propio cine y el gusto por escuchar su propio idioma, su propia cara y circunstancias, y todo es el resultado de una avalancha conducida. Si entras a cualquier consorcio verás que la misma película está en varias salas. Se trata de convertir al espectador en un consumidor, es decir, que en vez de beber (refrescos) Chaparritas, tienen que meterle al Red Bull”.
Los festivales, “punto de prestigio”
Pedía “convencer a la gente de que vaya a ver películas mexicanas, que son tan buenas como las de los otros países”. Comentaba que la aparente salud del cine mexicano no se podía considerar por su exhibición en festivales, porque éstos “no son un punto de venta, son un punto de prestigio”, decía con la garra de justicia, misma que le hacía ser un cineasta comprometido con la franqueza, pero, sobre todo, con la “verdad cinematográfica”.
“El cine es como el pugilismo: hay que estar boxeando y haciendo sombra todo el tiempo, porque si no, quedas derrotado... Hay que ser de los fajadores”, fue otra de las frases que compartió con este medio, a modo de metáfora, con la que explicaba lo que necesitaba el cine de México.
Defensor del texto cinematográfico, contó que en los primeros años de su carrera, a la escritura la “veía de reojo. No lo digo despectivamente, pero al trabajo de escritorio de los guionistas me parecía que le faltaban las cosas que yo quería añadir. No me daba cuenta de que es una labor más profunda de lo que parece. Si no existe ese primer paso no hay manera de poner la puesta en escena del modo correcto”.
No obstante, el realizador decía que llevar del escritorio a la puesta en escena requiere de una metamorfosis. “En el escritorio no hay la noción del espacio, y el montaje es fundamental... Pero el texto es esencial”.
Recordó cuando él modificaba el guion a su gusto, y cuando ya fue autor del de sus filmes: “Una imagen no vale mil palabras. Es decir, una imagen cinematográfica de ficción está hecha de mil palabras, que son las que construyen esa descripción de la imagen”.
Para él, contar realidades de ficción era tan profundo como extraer fragmentos de historia, que es “lo más fascinante. Si no conocemos nuestra historia estaremos repitiendo los mismos errores. Sólo trato de contar las cosas de modo que puedan ofrecer un punto de vista crítico que casi siempre tiene que ver con la realidad mexicana”.
Era autocrítico. Argumentaba que, por ejemplo, cintas “sobre la Revolución mexicana sólo había cuatro: las dos de Fernando de Fuentes, una de (Roberto) Gavaldón y la de Paul Leduc, o sea, Vámonos con Pancho Villa, El compadre Mendoza, Rosauro Castro y Reed, México insurgente, respectivamente”. Él hizo una sobre Emiliano Zapata que “fue una estampa de libro de primaria. Dios me lo perdonará”.
Cazals, premiado con estatuillas y medallas, reconocido por audiencias locales, de diversas latitudes y variadas culturas, recibirá perennemente la auténtica pleitesía, la de la memoria colectiva.
En el velorio, se escuchó que autoridades culturales pretendían –junto con su amada esposa, Rosa Eugenia– realizar un homenaje el jueves en los Estudios Churubusco, pero al cierre de esta edición no se había confirmado.