Brasil vive una etapa en que lo cotidiano muestra dos caras. Una, la de un mandatario sin rumbo, un gobierno que resbala en promesas incumplidas y que a la vez destroza todo y cualquier aspecto de la vida nacional. La más reciente iniciativa en esa dirección fue imponer un severísimo recorte en el presupuesto destinado a investigaciones científicas, lo que paralizará el sector.
La otra, un cuadro cada vez más dramático, que se traduce en una miseria que se propaga con velocidad espeluznante.
La manera como el ultraderechista Jair Bolsonaro y su gobierno de ineptos sin remedio tratan de manipular la realidad revela una capacidad creativa asombrosa.
Buen ejemplo de esto ocurrió el pasado viernes: una de las páginas digitales de la Secom (Secretaría de Comunicaciones de la Presidencia de la República brasileña) ostentó un titular de estruendo: “Mil días de un gobierno serio, honesto y trabajador”.
Y abajo, donde se esperaba ver los hechos gloriosos hechos por el demencial mandatario, apareció un inmenso vacío.
La verdad es que sobraron razones para la suspensión de la página. Primero, no se trata de un gobierno serio porque directamente no hay gobierno. Segundo, porque se multiplican las denuncias, evidencias y pruebas de corrupción no sólo en el gobierno, sino también en la misma familia presidencial, esposa e hijos, inclusive.
Y del tercer ítem mencionado, trabajo, mejor ni hablar.
Bolsonaro sigue en un incesante desfile por el país, inaugurando desde puentes de 10 metros de largo por cinco de ancho hasta agencias de correo, en una anticipada campaña de las elecciones del año que viene.
A cada aparición, a cada declaración, sigue criticando el uso de mascarillas y al mismo tiempo que critica y duda de la eficacia de las vacunas contra Covid-19, reitera su defensa del uso de medicamentos que, además de ineficaces, pueden provocar daños colaterales que llevan a la muerte.
De paso, y en una clara muestra de su desequilibrio, se cubre de elogios, recordando que Brasil es el tercer país que más vacunó en el mundo.
Como siempre, manipula. Ocupamos, por cierto, el tercer puesto entre los que más vacunaron, pero cuando se trata de números proporcionales a la población, aparecemos en un modestísimo lugar 66. Por el contrario, en número de muertos por Covid-19, ocupamos el segundo, sólo detrás de Estados Unidos.
Pero hay otra faz de la realidad que cada día asombra más al país, aunque no al gobierno: la velocidad alucinada y alucinante con que crecen la miseria y el hambre.
Desde el gobierno de Michel Temer (2016-2018), quien usurpó la presidencia luego del golpe institucional y jurídico que defenestró a la presidenta Dilma Rousseff, hambre, desempleo y miseria volvieron a lanzar tinieblas sobre nuestro escenario social.
Pero desde la llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia, y en especial desde el inicio de la pandemia, la velocidad con que se esparcen esas tinieblas se disparó.
Cálculos de centros académicos y de investigadores que acompañan el cuadro económico y social del país indican que en los tres primeros años (todavía incompletos) de Bolsonaro, al menos 20 millones de brasileños volvieron al mapa de la miseria que había sido prácticamente eliminado al final de los dos mandatos de Lula da Silva (2003-2010).
En los pasados seis meses, esa degradación alcanzó velocidad de vértigo. Se repiten por todo el país –de metrópolis a pequeños municipios– escenas de hileras de personas buscando restos en carnicerías y supermercados, con la esperanza de volver a casa con patas y cuello de pollo o huesos de buey.
Para reforzar la crueldad de esas escenas, muchos comerciantes pasaron a vender –¡vender!– lo que hasta ahora iba a la basura. Un kilo de patas de pollo cuesta unos 75 centavos de dólar. De hueso de buey, un dólar.
La cantidad de brasileños que en las grandes ciudades pasaron a vivir en las calles se multiplicó por dos desde mediados del año pasado. En San Pablo, mayor metrópolis sudamericana, se calcula que pasaron de alrededor de 90 mil a casi 250 mil. En Río no hay cálculos oficiales, pero a simple vista lo que se observa es una multiplicación desenfrenada, en especial en los barrios de clase media y media-alta.
Es dramática la cantidad de niños y adolescentes que no sólo tratan de vender lo que sea en los semáforos, sino que viven con sus familias en frazadas tendidas en las veredas.
Ése es el más concreto retrato de los mil y tantos días del gobierno de Bolsonaro, el más absurdo y perverso de la historia de la República.
Y sobran indicios de que el único cambio a la vista será para peor.