1. En medio de un aguacero, apenas alrededor de las 16:30 y ya casi a oscuras, de regreso a mi casa me detuve para permitir el paso a un joven, alto, flaco. Empapado, con inútil gorra en la cabeza, cruzaba la calle, empedrada, con precaución, pues caminaba de puntas, con patines. Salía del Parque de La Bombilla por Josefina Prior y hacia la calle del Secreto. De la mano le pendía un par de zapatos tenis, grandes, vistosos y chorreantes, que, probablemente, colgó de alguna rama mientras él patinaba, despreocupado, alrededor del Monumento a Obregón, lo único de cemento en el centro de un jardín rebosante de plantas y árboles entre caminos de tierra.
Más segura al dejar al muchacho ya en la banqueta, seguí mi camino sin dejar de preguntarme, cuando el chico finalmente llegara a su casa, y supongo, tras bañarse con agua caliente y vestirse con ropa seca y abrigada, de qué forma comunicaría, a quien o quienes vivieran con él, si, desenfadado, con tono de aventura o de drama, la experiencia por la que acababa de atravesar. Me recriminé a mí misma por no haber actuado con el adolescente con más arrojo y haberle ofrecido llevarlo en mi coche. Me salva saber las precauciones que hay que observar ante un desconocido.
4. Al llegar al estacionamiento del laboratorio, en Avenida de la Paz, entré cuando la gruesa empleada retiraba un estorboso tambo y me decía que, si le daba propina, no me cobraría, pero que, si prefería, me daba el ticket, que debían sellarme. Con el ticket en la mano, hice mis gestiones en el laboratorio y al salir, la empleada, sin responder a mi educación, me dio la salida.
Hoy que volví, al salir ella conversaba con unas chicas mientras yo esperaba. En eso, llegó un niño, dejó en el piso una bolsa de plástico con juguetes, y retiró el tambo. Ella se apresuró hacia nosotros mientras yo extendía al niño una moneda de 10 pesos, ella se apresuró, me agradeció y pretendió correr al niño sin la moneda, lo que yo impedí. Con un gesto me despedí de él y él me sonrió.